Joseba Azkarraga. Consejero de Justicia, Empleo y Seguridad Social del Gobierno Vasco
Hay quien se pregunta si a estas alturas de la Historia es pertinente mantener
el carácter reivindicativo clásico del Primero de Mayo como Día
del Trabajo. Hay quien cuestiona si esa reivindicación social para conseguir
mejoras salariales y de condiciones laborales -en su expresión más
dura de manifestaciones y actividades de todo tipo- tiene cabida en el moderno
calendario. Unas fechas aprovechadas ahora por una buena parte de la sociedad
que trabaja para enlazarlas con otros días festivos y disponer de una
jornada más de asueto, por lo menos en la vieja y vanguardista Europa.
Pero este Primero de mayo del 2002 tiene un sentido especial.
Considero conveniente
que aprovechemos la fecha en cuestión para recordar que, en esta era
globalizadora, de turbulencias económicas y de un invisible e intenso
poder para los mercados financieros, son los hombres y mujeres trabajadores
quienes ponen rostro a una economía que se nos antoja desmaterializada
y que, sin embargo, sigue teniendo en los seres humanos su principal motor y
aparente objetivo.
Los múltiples
cambios que vivimos no pueden ocultar que los trabajadores se enfrentan cada
día a nuevos riesgos y desequilibrios, a una creciente distorsión
de su vida familiar en relación con su empleo, a mayores factores de
inseguridad laboral y a grandes desigualdades. Es cierto que muchos ciudadanos
ven peligrar un modelo social que, fruto de trabajadas conquistas y con sus
humanas imperfecciones, trata -al menos en nuestro entorno- de procurarnos unas
condiciones de vida dignas intentando eliminar, o cuando menos disminuir, los
factores de exclusión social.
Convencido de la
responsabilidad de los poderes públicos a la hora de propiciar una situación
de pleno y digno empleo y empeñado en conseguir lo más parecido
a ese ideal de ‘sociedad del bienestar’, creo que es un deber de la
Administración vasca intervenir en el mercado de trabajo. Por eso, quiero
renovar ese compromiso del Departamento de Justicia, Empleo y Seguridad Social
en la elaboración de un nuevo Plan de Empleo 2003-2006, que debe contar
con el consenso de agentes sociales, instituciones y partidos políticos.
Su elaboración persigue incorporar al mercado laboral a los colectivos
más desfavorecidos: jóvenes, mujeres y parados de larga duración,
todo ello en perfecta consonancia con las directrices que, en políticas
de empleo, establece la Unión Europea.

Sin embargo nos enfrentamos a las limitaciones derivadas de ya una histórica
ausencia de traspasos competenciales -son más de veintidós años-
en materia de políticas activas, amen de las pasivas. Una situación
que no tiene en estos momentos visos de variar. La nula voluntad política
del Gobierno del PP a la hora de negociar las transferencias pendientes en materia
de Trabajo y Seguridad Social, reconocidas por el Estatuto de Gernika y negadas
durante cerca de un cuarto de siglo, determina nuestra capacidad, pero debo
aclarar que no nos paraliza. Ante la política de la negación y
regateo que se impone desde la Administración central, el Gobierno Vasco
utiliza la imaginación para, sin orillar las obligaciones que la legislación
actual determina, poder afrontar las necesidades que nuestra sociedad plantea.

Comprendo que nuestra sociedad se sienta hoy alarmada ante la propuesta realizada
por el Ministerio de Trabajo para modificar el sistema de protección
por desempleo. Observo con mucha inquietud que en aras de una presunta mejora
de la eficacia y un supuesto propósito de abordar el fraude se intente
lastrar una pieza clave del sistema de protección social. Los elementos
que conocemos en el planteamiento del Gobierno de Aznar generan dolorosos estigmas
a las personas en situación de desempleo. Con carácter general,
se ha decidido en el PP que quien no trabaja es porque no quiere y que, además,
quien sufre y padece el desempleo es una especie de aprovechado sin escrúpulos
que sangra sin pudor los fondos públicos. Hago esta consideración
porque entiendo que es la dignidad de quienes perciben ese subsidio lo primero
que se ha herido.

Cuando hablamos de personas, de seres humanos que atraviesan una situación
difícil y claramente indeseada en su vida laboral, la consideración
mínima es no ponerles bajo sospecha. No debe reducírseles a objeto
puramente estadístico. Parece evidente que el Gobierno central ha previsto,
con su reforma, el mecanismo para reducir las cifras de paro, a base de extinguir
la prestación de desempleo a quien rechace una oferta de trabajo que
el INEM, y no el propio afectado, considere ‘adecuada’.

El objetivo gubernamental tiene otras ‘ventajas’ evidentes, como la
previsible reducción del gasto público. Los datos que maneja el
Ministerio de Trabajo apuntan que la tasa de cobertura por desempleo creció
el pasado año cuatro puntos de media en el Estado español, lo
que se traduce en un incremento del 10% del gasto. ¿Peligra el déficit
cero? Los datos y las tendencias apuntan positivamente. Parece fácil
deducir que quien maneja la norma trate de acomodarla al patrón fijado
de manera previa. Por eso, resulta lícito pensar que si se trata de reducir
gastos, el Gobierno del PP planee rebajar el coste de las prestaciones y nada
más fácil que dejar sin subsidio a quien ‘se niegue’
a aceptar una propuesta de trabajo muchas veces impracticable por la distancia
y condiciones salariales de la misma. Los sindicatos planean decírselo
a Aznar con voz alta el próximo mes de junio antes de que finalice
el turno de presidencia de la Unión. Motivos no les faltan.
La ironía
se convierte en disparate porque son los sectores más desfavorecidos
los que se pueden ver afectados. El eslabón más débil de
la cadena, el que ha perdido un puesto de trabajo por el que ha cotizado religiosamente,
se enfrentará a perder el subsidio o aceptar un puesto que, según
las expectativas, no cubra las condiciones mínimas de dignidad laboral.
Cabe preguntarse si es justo que un parado deba desplazarse a tres horas de
viaje de su residencia y su familia para realizar un nuevo trabajo por el que,
con toda probabilidad, recibirá un salario bajo. Y aunque el mercado
lo requiriera, no significa que el Estado deba avalarlo.

De nada sirve limitar los salarios de tramitación en caso de despido,
reducir los subsidios del PER o rebajar prestaciones, tal y como ahora entre
otras medidas se propone, si no se acometen políticas reales y activas
de empleo que comprometan a los poderes públicos y que incluyan la formación,
la atención personal y el diálogo entre los distintos agentes
sociales. Ese es el camino que tenemos que explorar y en el que hemos de
trabajar.

Fuente: Eusko Alkartasuna