La monarquía como delito Séneca en la Apocolocintosis y, Suetonio
antes que él, afirmaron que lo mejor en este mundo era “ser tonto
o ser rey”. En un tono acaso más agrio Robespierre declaró
ante la Convención que “a los ojos de la libertad, no hay nada más
vil que un rey. A los ojos de la humanidad, no hay nada más culpable
que un rey”. Porque sin haber sido elegido por el pueblo, es el pueblo
quien lo sostiene; porque sin trabajar para el pueblo, es del pueblo de quien
se alimenta y porque, completamente al margen de la voluntad del pueblo, forma
parte de un engranaje político que en ocasiones toma prestado el título
“de todos y para todos por igual”. Saint-Just va más allá
incluso al afirmar que “no se puede ser rey y ser inocente: la locura resulta
palmaria. Todo rey es un rebelde y un usurpador”.

Los ciudadanos de este estado no han elegido al jefe del estado. Y es que, por
definición y naturaleza, la monarquía no se elige, simplemente
se acata. Ningún pueblo elige a su rey. Lo cual convierte siempre e irremisiblemente
al monarca en el heredero político de un sistema no democrático,
cualquiera que sea el estado que lo apuntala en el poder. Fue el ejército
quien empinó, avellanó y glorificó al Caudillo en el poder
y, la monarquía y quien la ejerce forma parte del testamento político
de aquel militar escaso que dejó todo “atado y bien atado”.

Cuando en noviembre de 1975, siempre de acuerdo con las normas que dictaban
la sucesión de Franco, el nuevo monarca jura fidelidad a los principios
del movimiento nacional y las leyes fundamentales, queda enterrada junto al
tirano la posibilidad de consultar al pueblo sobre la futura estructura política
del estado. Entre otras cosas, porque las cortes continuaban siendo las cortes
de Franco. El objeto primero de aquella zarzuela parlamentaria fue siempre la
democratización “parcial” del estado, y su producto debía
ser un gobierno “cómodo”. La monarquía, aunque constitucional,
resultó un buen compadraje. Ese rey políticamente lucrativo y,
con él, la monarquía, era entonces un mal menor: mejor un obstáculo
para la libertad que una franca libertad. Recordemos aquello de “entonces
yo era el jefe; hice lo que me parecía bien”. Pero el pueblo no
fue consultado. Ni voz, ni voto en una decisión que había sido
lacrada años atrás en las conversaciones entre un usurpador y
un flamante patricio que apoyado en una botella de whisky prefirió cobrar
bien a pleitear el trono. De hecho, siguiendo la tradición iniciada por
los Austria, Don Juan cedió la tutela de su hijo a Franco quien se ocupó
de la educación del vástago de acuerdo a los principios humanos,
políticos y divinos más elevados de su régimen. El perfil
ideal era el de un nuevo Felipe II. Es preciso admitirlo, no salió como
algunos fiaban.

Han pasado 27 años. La democracia, afirman muchos, está completamente
consolidada. Pero el poder continúa sin respetar la voluntad popular:
república, autodeterminación, amnistía… debates del
más puro gusto democrático que el estado retiene para sí
con la excusa o amenaza de un supuesto peligro de recesión política.
Al parecer de algunos es preferible mantener una monarquía con un cuando
menos endrino soporte social que ceder al ciudadano el derecho de decisión
que le corresponde por derecho. Y todo ello por el bien del ciudadano y en su
nombre, pero sin contar con él. Es evidente, el estado continúa
sin confiar en el pueblo. Tal vez ello se deba a que en opinión de ciertos
gobernantes la democracia no está tan consolidada como se declara en
la tribuna. La cuestión estriba en saber en qué consiste esa falta
de solidez, estabilidad o tradición democrática y cuáles
son sus síntomas políticos, su coste y sus consecuencias.

Y, con una jaranera falta de rectitud política, ahora ese mismo pueblo
inconsulto contempla aturdido la construcción de pudorosos picaderos
aquí y allá para solaz del joven príncipe. Ciertamente
la monarquía se nos resuelve mediocre y obscena. Y es que, además,
es cara. ¿Cuánto nos ha costado a los navarros la visita de ese
príncipe? Un príncipe cuyo mayor desvelo es pindonguear de flor
en flor porque ese es su servicio político, su real designio. En efecto,
en ello radica la autoridad de su poder, la consolidación de su casa
y la perpetuación de su blasón. Atrás quedan vulgares preocupaciones
como hipotecas, rentas, educación, vivienda… perfectamente igual
que el resto de los mortales. ¿Con qué derecho va a ser jefe de
estado una persona que no sabe lo que es la vida porque no ha aprendido a vivir?
Más aún, ¿en qué autoridad se va a consolidar dicho
derecho?
Es preciso juzgar a la monarquía civilmente. Es preciso juzgar al rey
como ciudadano y juzgar es aplicar la ley. Pero la ley es una relación
de justicia -afirmaría un concluyente republicano- y ¿qué
relación de justicia existe entre la monarquía y el pueblo, entre
el rey y los ciudadanos? Dos hechos convierten a toda monarquía en un
delito y la española no es una excepción:
La monarquía española es heredera
de cuarenta años de franquismo. La línea dinástica anterior
a una república elegida por el pueblo fue encasquillada, tronchada y
remachada por un Caudillo que se saltó a la torera todos los principios
éticos y democráticos que un estadista debe a su pueblo. La monarquía
fue instaurada en un proceso de transición falto, por su propia naturaleza,
de la necesaria estabilidad, la mínima credibilidad y la debida calidad
democrática.
La monarquía española no se sustenta
en la voluntad popular. Nunca se ha celebrado un referéndum sobre la
forma política que debe adoptar el estado. La consulta popular estuvo
claramente marcada por la diatriba entre una constitución políticamente
equidistante o la nada política y la incertidumbre que causaba el miedo
al pasado. Creo que la memoria de una República nacida para y por el
ciudadano se merecía algo más.
Y la ley de sucesión convierte este delito
en una dolencia política crónica.

Tan sólo república es democracia, porque significa plena soberanía
popular, sin salvedades, excusas o restricciones; porque en un estado republicano
el pueblo está constituido por el conjunto de los ciudadanos, no por
una multitud de súbditos; porque sólo mediante la elección
de los candidatos se identifica el pueblo con sus gobernantes y ello constituye
el soporte de la armonía social y política del estado; porque
en una república no hay nada preestablecido o hereditario; porque en
una república todo gobernante está sujeto a la fiscalización
del pueblo, sin excepciones penales; porque el estado republicano garantiza
que el ciudadano sea a un mismo tiempo y en pie de igualdad sujeto y objeto
de idéntica acción política; porque en una república
la acción humana es universal y forma parte de la identidad entre persona
y ciudadano y, por ende, no hay lugar para títulos suprahumanos; porque
el símbolo de la república es la libertad y la ciudadanía
misma, no una persona alzada sobre las demás en virtud de un derecho
heredado; y porque el gobierno republicano no engendra escabeles ni mancebías
para corrillos y predilectos sino escaños iguales para actividades políticas
más elevadas.

En ocasiones es refrescante revisar viejos textos políticos. La historia
ha sido testigo de más de un real puntapié. Uno de ellos, no exento
de cierto salero simpático, lo protagonizó el general Prim, héroe
de Tetuán, un hombre al que no le sobraban las palabras. Aquel militar
irrumpió no hace tanto en el Congreso de Madrid gritando aquello de “¡Borbones,
jamás, jamás, jamás!”. Sus razones tendría.
De forma acaso más correcta y sin duda más política, el
21 de septiembre de 1792 la representación popular suprimió la
monarquía francesa mediante un decreto tan simple como contundente: la
Convención Nacional decreta por unanimidad que la monarquía ha
sido abolida. Es fácil, tan sólo es preciso espíritu democrático,
voluntad política y madurez parlamentaria.

Jatorria: Eusko Alkartasuna