Xabier Irujo Ametzaga
El último domingo de abril es un día festivo en el cantón suizo de Appenzell. Las calles se engalanan con flores que cuelgan de los balcones y a lo largo de la calle principal de la localidad diversos puestos ofrecen ‘‘Landsgemeindechrempfli’’, pastelillos de avellana. Ese día la capital del cantón recibe a la totalidad de la ciudadanía al aire libre en la antigua plaza del mercado para discutir los temas más graves de la vida política del lugar: a mano alzada aprueban los presupuestos que previamente se han discutido y en su caso modificado; designan a los miembros del consejo cantonal, nombran a los jueces y a los altos funcionarios de la administración que van a ocupar su cargo por un año, hasta la celebración de la siguiente asamblea popular; aprueban los proyectos de ley y discuten la siempre abierta reforma de la constitución del cantón; por último, conceden la ciudadanía cantonal a quien corresponda. Al terminar el día la asamblea se disuelve. Han ejercido su derecho de ciudadanía, el cual está indeleblemente unido a su opinión y a su voto.

No es la única expresión de la democracia directa en aquel país. Además de las asambleas populares (reguladas en los art. 19 y 61 de las constituciones de los cantones de Appenzell y Glarus), existe una dilatada regulación de carácter comunal, cantonal y federal sobre los diversos tipos de consulta popular: referéndum constitucional o legislativo, obligatorio o facultativo. 50.000 ciudadanos pueden exigir que se someta a referéndum facultativo cualquier decisión o ley de carácter federal así como la adopción de leyes de carácter internacional. Y los resultados siempre son vinculantes. La consulta popular ‘‘Volksanfragen’’, los referenda ‘‘Zendenreferenden’’ o la iniciativa popular son la expresión más viva del ejercicio democrático en aquel país. En virtud de los artículos 138 y 139 de la constitución federal, 100.000 ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos políticos pueden solicitar una revisión total o parcial de la constitución. Ningún ciudadano está por encima de la ley en Suiza, pero la ley está sometida al dictamen de la voluntad popular. Porque tan sólo la ley al servicio del pueblo y en continua transformación es expresión del ejercicio democrático de la soberanía nacional.

Eso es Suiza. Esto es otra cosa. En este estado Zapatero sostiene que nada está por encima de la ley, ni tan siquiera la voluntad popular libremente expresada en las urnas. La consulta popular validada por la mayoría absoluta de un Parlamento es ilegal, inconstitucional y, aún, motivo de enjuiciamiento en el Estado español; un Estado cuyas leyes permiten retener incomunicadas a las personas sin juicio previo, ilegalizar partidos políticos, condenar listas electorales y cerrar periódicos porque están escritos en euskara. Sin duda alguna, esto no es Suiza. Es más, es éste un Estado en el que el presidente del ejecutivo, sin previa reunión de las Cortes, ni de un debate parlamentario, antes siquiera de la recepción en Madrid de una propuesta que ha sido refrendada por la mayoría absoluta de un Parlamento democráticamente constituido y que representa la voluntad política de casi dos millones de vascos, asegura taurinamente que ésta «no va a prosperar»; una aseveración de escaso talante democrático por situarse más allá de lo que aconseja la prudencia política y la ponderación racional humana. Y todo ello celebrando la pascua militar.

Es una cuestión de educación ciudadana y de cultura democrática. En Suiza el pueblo sabe, porque ha aprendido durante generaciones a saberlo, porque ha sido educado en este principio, porque ha sabido discutir y, a pesar de ello, ha vivido en paz, que la voluntad emana del pueblo. La noción de ciudadanía está en Suiza invariablemente unida al ejercicio de sus derechos, uno de los cuales es expresar su voluntad en las urnas. Un ciudadano suizo sabe, porque así lo ha venido ejerciendo durante al menos un siglo, que no existe principio político alguno que se sitúe más allá de la voluntad mayoritaria de un pueblo. Un ciudadano suizo sabe que mediante el diálogo y el consenso de la mayoría, sea ésta local, cantonal o federal, también la Constitución puede y debe ser alterada para adecuarla a su tiempo y su contexto.

Nadie osaría afirmar en Suiza que la consulta popular es inconstitucional porque tal o cual principio constitucional es «inalterable». Nadie se atrevería ha sostener que una Constitución como la Suiza, nacida de un referéndum en el que recibió el respaldo del 59% de la población en contra del 41% restante y en vigor desde el 1 de enero de 2000, es un texto inalterable. A nadie se oye decir que Suiza es un estado ‘‘indivisible’’. El ciudadano suizo sabe que vive en un Estado plurinacional: así lo ha aceptado, lo defiende y lo protege. Así se lee en sus leyes. Suiza será un Estado mientras así lo decidan sus ciudadanos. Y así lo expresa el preámbulo de la Constitución federal: ‘‘Hemos determinado vivir nuestra diversidad en unidad, pero siempre respetándonos mutuamente’’. Suiza no necesita un principio de indivisibilidad para mantener unido el Estado porque la unidad se asienta sobre la propia voluntad popular; porque históricamente se han respetado los derechos políticos, civiles, sociales pero también culturales y lingüísticos de las minorías que han acabado por aceptar e incluso reclamar y reivindicar la inclusión en dicho estado. Allá han aprendido que el bienestar social, económico y político de la ciudadanía descansa en su propio albedrío y que un estado existe mientras se halla al servicio de estos principios. No por encima de ellos.

En Suiza jamás se defendería un programa electoral o un principio político tal cual es el principio de unidad del Estado, catequizando a la ciudadanía al afirmar que el principio de unidad está y debe estar por encima de los derechos humanos, y, por tanto, de la dignidad de la persona y de la justicia. Incluso de la paz, de la convivencia y del bienestar político, social, económico y cultural de la ciudadanía. Por contra, José Bono afirma que «lo que cuenta aquí es la España de la Constitución, de donde emana la legitimidad de todas las instituciones». Eso y «el reconocimiento de la Constitución por parte del ejército». Éste es, en esencia, el drama de los Estados español y francés: tan sólo son capaces de mantener la unidad política encorsetando la ley, condenando la voluntad popular, y con ella los derechos humanos. E intimidando a vascos y catalanes con un ejército de polichinelas. El principio de unidad nacional ha de ser impuesto, ya que la mayoría de la sociedad vasca no lo suscribe; y ha de ser reproducido en una Constitución inalterable, con carácter de ley imperecedera y sempiterna, por encima de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía vasca, del devenir cambiante de la propia historia, de la dinámica social, de la evolución política de un pueblo y de los más elementales principios de lógica y derecho político. Porque es preciso recordar aquí que la sociedad vasca dio un ‘‘no’’ rotundamente mayoritario a la constitución española. De esto trata el denominado ‘‘conflicto vasco’’: de mantener al pueblo vasco dentro de un Estado del cual no quiere formar parte. Y ello conlleva prohibir que este pueblo opine, vote y decida. Para que los Estados español y francés existan debe confinarse el ejercicio democrático de la ciudadanía.

También nosotros tuvimos nuestros campos de mayo bajo árboles como el de Gernika, en iglesias, plazas o lugares dedicados en expreso a la discusión de todos los asuntos políticos en batzar. Cada una de las repúblicas, valles y cuadrillas enviaban a sus apoderados a las Juntas Generales previa discusión abierta de los asuntos más urgentes. En nuestro suelo se practicó durante siglos una democracia directa y, con todos sus defectos, limitaciones y virtudes, supo evolucionar hasta bien entrado el siglo XIX. La voluntad popular fue siempre atendida y por ello el derecho de autodeterminación en su expresión más arcaica tuvo cabida en los fueros vascos. Son muchos los ejemplos del ejercicio de este derecho; en 1460 la villa de Salinas de Añana decidió por aclamación pasar a ser territorio alavés; lo propio hizo el valle de Aramaio que se incorporó a la cofradía de Aiala en 1489 por libre decisión de sus vecinos; en 1491 Pedro de Goirizelaia, como procurador de la hermandad de Laudio y en su nombre, solicitó la inclusión del mismo en la tierra de Aiala; Orozco se confederó con los restantes pueblos del parlamento de Gernika en 1785; también la villa de Oñati resolvió en junta reunida en plena contienda carlista ejercer el derecho que amparaban sus fueros e integrarse en la provincia de Gipuzkoa el año de 1840. La propia Gipuzkoa reunida en Juntas Generales decidió a las puertas del siglo XIII segregarse de la corona de Navarra. Hoy, como entonces, la sociedad vasca será consultada. Y los vascos ejerceremos este derecho como nos corresponde política e históricamente. El Gobierno español deberá entonces explicar a la ciudadanía vasca por qué ha de defender el actual estatus jurídico en contra de su voluntad mayoritaria libremente expresada en las urnas: por qué la Constitución española ha de ser impuesta más allá de nuestros derechos y por encima de nuestra voluntad. Por qué para que exista ese Estado que sin duda no es el nuestro hay que sacrificar la democracia y los derechos de la ciudadanía vasca.

Fuente: Xabier Irujo