Xabier Irujo Ametzaga
Sí, pero un Sísifo absurdo. Frente a la aplastante mayoría de los estados que componen las Naciones Unidas la Administración Bush optó nuevamente, bajo la tutoría de Donald Rumsfeld, por la ofensiva armada como vía de resolución del conflicto internacional en Oriente Medio. Ahora, envían a Colin Powell con el recado de hacer saber a la Unión Europea y al mundo que ellos serán los únicos artífices de eso que llaman paz. Guerra para la paz. Se trata de un error de raíz semántica con venenosas consecuencias humanitarias. Estabilización mediante aplicación del terror no significa nunca pacificación. Más aún cuando el concepto utilitario de desestabilización dista tanto del léxico. De acuerdo con la política internacional de la Secretaría de Estado norteamericana, el control geopolítico del Medio Oriente precisa la intervención militar y, ésta, a su vez -no puede ser de otro modo-, busca su legitimidad en la connivencia de ciertos sectores escarnecidos y excluidos de la región sobre la que se actúa. Fueron los talibanes en los 80, los kurdos en los 90, y ahora, de nuevo, kurdos y shiítas. En cualquier diccionario la utilización de la aflicción y el resentimiento de la población civil y la manipulación de los conflictos políticos y sociales con fines ilegítimos significa, además de muchas otras cosas, desestabilización. Sin embargo, es éste uno de los requisitos previos al control y dominación militar de un territorio. Sobre esto, además, dicho dominio fuerza la negociación con aquellos gobiernos que están dispuestos a negociar el cese de bases militares y vías de acceso a las tropas de ocupación, esto es, en el caso que nos ocupa, Arabia, Kuwait, Turquía… y, por supuesto, el propio Afganistán. Esto es, la política de estabilización de la Administración Bush apuntala mediante trueque, pero un trueque indigno, a todos aquellos gobiernos y mandatarios que destacan por su gravísimo déficit democrático, sintomático desprecio por los derechos humanos y crónica negación de derechos civiles, políticos y culturales… tal como viene ocurriendo en Afganistán. Los negocios de la Standar Oil y la ARAMCO, primero, y el desembarco norteamericano en Kuwait, después, han convertido a Arabia Saudí en uno de los pocos países del mundo que no posee ni partidos políticos, ni Parlamento; ni tan siquiera Constitución tiene ese feudo, que, trágica dicotomía, es uno de los estados más ricos del planeta. Atornillar a todos los déspotas del entorno en el gobierno es el mejor medio de desestabilización social, política, económica y cultural.

Pero si la hegemonía militar exige un previo desmadejamiento del gobierno iraquí azuzado mediante la desestabilización social y económica del estado, también la paz, esa paz con minúscula que sigue a una guerra, obliga a un férreo ejercicio de tutela militar. La razón es simple. La desestabilización política, social y económica de un país no proporciona un cimiento sólido para la paz. Pero no lo entienden así la derecha republicana estadounidense ni el Licud de Sharon; ni tampoco, por eco y seguidilla, la derecha popular de Aznar. La Administración americana ha venido utilizando la guerra en Oriente Medio como una escoba y, una tras otra, no ha hecho sino levantar y esparcir el polvo.

Como digo, se trata de un problema de raíz lingüística. El concepto que de paz empinan el Partido Republicano y el Licud, así como el Partido Popular, es peligrosamente sinónimo de provecho y buena digestión. Además es, por lo general, un concepto circunscrito al de orden: paz significa ausencia obligada de disturbios. No obstante, los eclipses políticos no perduran y, lamentablemente, con frecuencia se hace necesaria una nueva intervención, un nuevo equilibrio (palabra tan del gusto de aquellos que ocultan bajo el velo de la necesidad, la opresión y la tribulación de todo un pueblo). En efecto, paz significa orden, pero orden político, social, económico y cultural. Paz significa alimentar, educar y garantizar derechos civiles, políticos y culturales. Paz, en definitiva, no es en absoluto un término militar, ni tan siquiera un concepto estrictamente político, sino más amplio, antropológico. La paz es, desde esta perspectiva, un derivado y requisito previo del estado de bienestar. Paz es salud social.

De otro lado, es preciso entender que la paz no se impone, se construye. La ocupación militar no legitima ni social, ni políticamente la paz. El gobierno provisional impuesto tras la guerra en Afganistán no es creíble, ni fidedigno, ni a la larga rentable (lo cual acabará por entender la próxima Administración norteamericana al hacerse cargo de los pesados débitos generados por el conflicto). Tampoco será legítimo, por lo que no será viable, el gobierno de turno en el Irak post-bélico. Y no hay paz sin legitimidad. Antes o después las tropas de la flamante coalición abandonarán Irak tras un estruendoso fracaso político y económico, como lo harán de Afganistán y, como ha ocurrido siempre hasta hoy, dejarán tras de sí un piélago de problemas sin respuesta, miles de vidas y un país económica y políticamente gravado. Así se convirtió en Turquía el tan áureo como arruinado imperio otomano en 1918, no sin antes eliminar a millón y medio de armenios, cerca del 40% de la población del lugar; así tocó retreta en 1930 el glorioso imperio neovictoriano en Irak, tras los once años de mandato británico auspiciados en la Sociedad de Naciones, entidad cuya quiebra política se fraguó en los conciliábulos de mapa y tijera que siguieron a la Gran Guerra. Considerable perjuicio político para la región y severas lesiones económicas fueron las consecuencias de la indigestión imperial británica en Afganistán y Palestina en 1921 y 1947, respectivamente; igualmente indigna la retirada del gobierno francés en 1943 del Líbano y en 1946 de Siria; así mismo se desmadejó la República Soviética de Armenia en 1991 tras 55 años de caos económico, político y social y, del mismo modo, abandonó Afganistán a su suerte la Unión Soviética en 1989. Y, a ello apuntan todos los datos, igualmente ocurrirá en Irak y de nuevo en Afganistán en este primer cuarto de siglo. Si examinamos bien, porque es preciso hacerlo antes de emprender una guerra, los llamados Tratados de Paz de Sèvres (1920) y Lausana (1923), el informe de la Comisión King-Creane (1919) o el Pacto Nacional Turco (1920), observamos que todos parten de idéntica estrategia política e igual concepto de paz: idénticas promesas, idénticos errores, idénticas catástrofes.

Hoy Colin Powell, con fino olfato crematístico, dando la espalda a siglos de naufragios políticos y económicos, vuelve a la carga con ese concepto de paz achacoso, senil y decrépito que es su propuesta de reconstrucción de lo que ellos mismos han destruido. Esa nociva fotocopia del Pacto Sykes-Picot de 1916, el cual, hoy como entonces, no supone sino un nuevo protectorado sobre la zona, se pretende alzar, esta vez como aquella, obligando a las Naciones Unidas a aceptar un mandato de la coalición militar sobre Irak. Hace ya trescientos años apuntó Grenville, secretario del despacho universal de Hacienda de un incipiente imperio británico, que el provecho económico y político que cabe esperar de la guerra decrece proporcionalmente al alcance y magnitud de la victoria militar. De este modo predijo, adelantándose en diez años a los hechos, la única aparatosa derrota de la corona inglesa en tres siglos de onerosa historia militar. Del rechazo de la Resolución 688 de Naciones Unidas (5 de abril de 1991) no se van a beneficiar los Estados Unidos como estado. El costo político y desgaste diplomático es ya evidente. Económicamente, a más de la compra de votos en el Consejo de Seguridad (el único barato ha sido el de Aznar) habrá de hacer frente al costo de la campaña y a los efectos perniciosos de la inestabilidad bursátil. De modo que, el por ahora más que dudoso enriquecimiento de ciertas empresas privadas, va ha dilatar durante décadas el problema social, político, económico y cultural en Oriente Medio y va a ser el causante de más muertes en los futuros inmediato y mediato.

Por todo ello, y por mucho más que un microbio político, fabricador de paces caducas y perecederas se atreva a hablar de irresponsabilidad ante el representante de las Naciones Unidas es ciertamente obsceno; que el Licud lo secunde es un crimen; que el Partido Laborista británico les siga resulta absurdo; pero que el Partido Popular se encole a dicha charanga política en busca de protagonismo internacional y lucimiento personal es tristemente histriónico. Naciones Unidas es la única organización política responsable de construir la paz, la única paz humanamente aceptable. De hecho, es ésta la única organización política responsable del planeta.

Fuente: Xabier Irujo