Joseba Azkarraga, Consejero de Justicia del Gobierno vasco

Llueve sobre mojado. Una y otra vez se imputa a los nacionalistas vascos un apriorístico juicio sobre la actuación de los tribunales para, a renglón seguido, acusarles de lesionar la legitimidad del poder judicial y de causar un inmenso daño al Estado de Derecho. Esta consideración se ha repetido de manera tan insistente durante las últimas semanas que resulta muy lógico entender que quienes la profieren confían en convertirla en dogma para la opinión pública.

Por ello, resulta conveniente e incluso necesario refutar tan falaz imputación. Y para hacerlo no hay más que remitirse a los hechos, que son los que pueden constatar que el nacionalismo vasco democrático, objeto de diario vilipendio, nunca ha participado de esa particular doctrina de lo anticipatorio (de lo preventivo, que tanto gusta a Aznar), para poner en solfa al poder judicial. Es falso que exista, por parte de este Gobierno, un juicio previo y determinado sobre la actuación de magistrados y tribunales. Es más, muchos pronunciamientos políticos del Gobierno vasco y resoluciones del Parlamento dejan constancia de la rotunda defensa que mantenemos de la función de jueces y salas, en el diario y nunca fácil ejercicio de impartir justicia en Euskadi con imparcialidad y neutralidad.

Todas las opiniones que, con legitimidad y respeto, expresan las fuerzas políticas y las instituciones se remiten siempre a resoluciones concretas de los distintos órganos judiciales que, como no puede ser de otra manera, están sujetas a la crítica. ¿O es que existen campos vedados a la opinión sobre lo que deciden los jueces y tribunales en sus resoluciones y sentencias? ¿Resulta obligado interpretar que cualquier discrepancia erosiona el sistema, de modo tal que la única forma de preservarlo sea renegar de la crítica o autoimponerse silencio? ¿Debemos admitir que hay un ámbito de impunidad para uno de los tres poderes de la democracia? ¿Progresa la Justicia desde la unívoca y unilateral interpretación de cuál debe ser la correcta forma de afrontar las cuestiones políticas?

Son algunos interrogantes que planteo desde una base previa, que es la de recordar que no ha sido el nacionalismo vasco democrático sino el PP y el Gobierno de Aznar los que han optado por judicializar la política y politizar la Justicia hasta un extremo desconocido y escandaloso. La separación de poderes, piedra angular de todo sistema democrático, se ha quebrado desde hace tiempo por la injerencia del poder ejecutivo en el judicial para poner éste al servicio de su interés político. Quienes pretenden que los tribunales solventen el debate político demuestran una notoria incapacidad de afrontar sus responsabilidades y un miedo cerval a la democracia.

No deja de ser paradójico, además de manifiestamente injusto e interesado, que el Gobierno del PP pretenda convertirse en paladín del Estado de Derecho a costa de señalar al Gobierno Vasco como el gran perturbador de la Justicia. Pero resulta ya inaguantable que algunos medios y notables organizaciones le sigan la corriente sin preguntarse de forma pública a dónde conduce esta obsesiva paranoia. ¿O es que hemos de aceptar, sin comentarios, que todo vale para denigrar a un gobierno democrático y poner tras las rejas a sus miembros, por el terrible delito de cumplir con el compromiso de profundización del autogobierno con el que se ganó, limpia y pacíficamente, el 13 de mayo de 2001?

Llama la atención el interés en sobredimensionar cualquier reacción del nacionalismo ante los continuos dislates que suponen las distintas reformas promovidas por el Gobierno español o ante discutibles resoluciones de determinados órganos judiciales. Cuando buena parte de los operadores jurídicos alertan ya de los tremendos riesgos que supone gobernar a golpe de Código Penal como lo está haciendo el PP; cuando llegan incluso a decir, como lo han hecho más de un centenar de penalistas en una reciente reunión, que «el Gobierno que recurre al Derecho Penal para solventar conflictos políticos es un gobierno con vocación totalitaria», se insiste, sin embargo, en seguir señalando con el dedo a los nacionalistas vascos como deslegitimadores del poder judicial.

Pero no es la crítica expresada de forma respetuosa lo que cercena la necesaria confianza en el poder judicial sino otras actuaciones que, desde el poder político, pretenden ponerlo al servicio de intereses partidarios. Es lo que ha hecho el Gobierno de Aznar. Los ejemplos en esta aciaga legislatura de mayoría absoluta popular son tantos y tan claros que no resultará difícil para nadie constatar el clamoroso retroceso de libertades y derechos con el que se llegará a marzo de 2004, después de que el Gobierno se haya empeñado en que la mano dura represente la fórmula del éxito en el siglo XXI. Con dos meses más, Aznar y su equipo transformarían Euskadi en su particular Guantánamo.

No hay más que constatar la indecente maniobra con la que, en contra de la opinión de todas las fuerzas políticas y de reputados profesionales del Derecho, acaban de utilizar el Senado y la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para aprobar delitos a la medida de los adversarios políticos. Aznar y su ministro Michavila están dispuestos a todo para amenazar con la cárcel a los máximos representantes institucionales de la Comunidad Autónoma Vasca. El presidente del Gobierno español recurre al Código Penal para lograr lo que las urnas le niegan. Así, burla en el tiempo récord de quince días las más elementales normas de procedimiento y desprecia la legalidad para consumar un atropello intolerable en cualquier sistema democrático que se precie.

Y es que la denuncia constante que el nacionalismo vasco ha formulado de esta involución democrática -involución de la que por fin parece empezar a percatarse hasta el propio PSOE, el mismo partido que ha contribuido a asentarla de una forma irresponsable- ha movido al PP a establecer como consigna el obligado y diario ataque al nacionalismo vasco. Que no se nos reproche victimismo alguno cuando lo que hacemos es constatar que la obligación de todo ministro y de cualquier dirigente del PP que aspire a algo, así como de sus allegados varios, es, precisamente, la de cumplir cada día con su cuota de acusaciones hacia el Gobierno Vasco y las fuerzas que lo apoyan. En ese objetivo cuenta con la complicidad de una parte de la derecha judicial -la reconocida por el poder político- que se muestra cada día más a gusto en su papel de acompañamiento, cuando no de fiel correa de transmisión, del Gobierno Aznar. Y no debe producir asombro que esta afirmación la haga un representante político. Lo que tendría que asombrar, hasta el colapso, es que esa sumisión se esté produciendo, y que ese sector, minoritario en la Justicia pero convenientemente apoyado, ponga en cuestión la tarea que la inmensa mayoría de profesionales de la judicatura desarrollan independientemente de su legítima forma de pensar.

No descubro nada nuevo al decir que hasta el acceso al poder del PP no se había establecido como hábito un manual de identificación del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, en el que se alude a la mayoría conservadora y a la minoría progresista como dos bloques, no sólo antagónicos sino enfrentados. Esta división resulta reveladora del encono que el Gobierno del PP ha propiciado en todos los ámbitos y, particularmente, en el judicial desde que decidió que para patronear los buques insignia -el Tribunal Constitucional, el Supremo y la Fiscalía General del Estado- no precisaba de los más preparados y competentes, sino de los más dispuestos a devolverle las gracias. Este servilismo es el que se ha manifestado como un lastre para la credibilidad del sistema. Lo grave, lo que realmente provoca descrédito y deslegitimación, es que el máximo responsable del Supremo arremeta contra un plan de convivencia legítimo de un Gobierno legítimo antes incluso de que se elabore el texto, que el presidente del TC ´invite´ a su personal a una manifestación de Basta Ya, o que un portavoz autorizado del Gobierno español reconozca sin pudor que existe una Justicia a la carta.

Criticar esa degradación democrática no sólo no es deslegitimar, sino que constituye una obligación política y ética. Y estoy convencido, además, de que los ciudadanos entienden que la mayoría de los jueces, y muy especialmente la práctica totalidad de nuestros jueces, de los que desarrollan su tarea en nuestro país, permanecen al margen del juego de intereses y del ritmo político con el que los populares han pretendido impregnar la honrosa y encomiable tarea de impartir Justicia.
Fuente: Joseba Azkarraga