“Amazon logra el mayor beneficio de su historia” puedes leer en el periódico mientras te tomas un café en el bar del barrio después de hablar con su dueña, que te ha contado que no sabe si podrá llegar al verano con las puertas abiertas. “Un youtuber afirma que se marcha a Andorra para estar con sus amigos”, lees en el mismo medio las declaraciones de una persona con responsabilidad institucional anunciando que no hay dinero para todas las demandas de la oposición.
Estamos padeciendo una pandemia mundial que ha creado, o profundizado, una crisis económica y social que debería de afectar a todo el mundo por igual y, sin embargo, las personas más ricas siguen ganando, mucho, y las más pobres se hunden, demostrando que terminar con la desigualdad es uno de los mayores retos de nuestra sociedad.
En este contexto el trabajo a favor de la justicia social cobra más sentido que nunca y se confirma que es el principio fundamental de una sociedad cohesionada en la que todas las personas puedan desarrollar su proyecto de vida en condiciones de bienestar. Para ello, la justicia social cobra especial sentido y relevancia en ámbitos que en el último año hemos considerado más indispensables que nunca, como sanidad, educación, vivienda, cultura, empleo o fiscalidad. El acceso a todos ellos en condiciones de igualdad continúa siendo una asignatura pendiente.
En el Día Internacional de la Justicia Social, un partido socialdemócrata como Eusko Alkartasuna reitera su compromiso con el trabajo para construir una sociedad en la que todas las personas disfruten de un nivel adecuado de bienestar y ello pasa, inevitablemente, por el fortalecimiento del sistema público financiado con una fiscalidad justa y redistributiva.
El mundo globalizado en el que vivimos es cada vez más rico, pero, sobre todo, más desigual, generando sociedades menos cohesionadas y aumentando indudablemente la brecha social. De ahí la importancia de la justicia social como idea que promueve el reparto equitativo de los bienes y servicios mediante leyes que garanticen el acceso de todas las personas a los mismos de manera efectiva.
Esto no es fácil, como hemos visto durante el larguísimo año de pandemia. En educación, por ejemplo, hemos comprobado que no vale con asegurar el acceso de cada niño y niña a la escuela pública, si dentro de la misma continúa habiendo una gran desigualdad. Sin abordar esas desigualdades -en materia de extraescolares, racismo, uso de material informático,… – la escuela no garantiza la igualdad de oportunidades en el futuro de esos chavales y chavalas.
De igual forma, hay que recordar que hoy en día el acceso a la sanidad pública sigue sin ser equitativo, como tampoco podemos olvidar que la precariedad y la pobreza tienen un impacto negativo en la salud personal. También somos conscientes de que el hecho de disponer de una vivienda no siempre implica disponer de un lugar seguro y confortable en el que vivir y que las malas condiciones de una vivienda también influyen de manera negativa en la salud.
Otro tanto se puede decir del ámbito del empleo, porque ha quedado demostrado que esas profesiones poco idealizadas y con las que cuando fuimos pequeñas nadie nos animaba a soñar, son precisamente las que nos han garantizado el estado de bienestar durante la crudeza del confinamiento. Me estoy refiriendo a los repartidores, al personal de los supermercados, cajeras, reponedoras, a todas las mujeres que trabajan en el ámbito de los cuidados. Empleos mal pagados en demasiados casos, altamente feminizados y sin reconocimiento social, que nos salvan la vida, pero abocan a quienes lo realizan a la precariedad.
Ahí es donde la justicia social cobra importancia, cuando se trata de construir una sociedad en la que el bienestar personal no puede disociarse del bien de la sociedad; el objetivo es extender los derechos individuales –sociales, económicos y políticos– al conjunto de la ciudadanía.
Para ello se necesita un nuevo modelo de desarrollo, que englobe nuevas relaciones de producción, nuevas relaciones de poder y nuevos modos de vida, y construya una sociedad basada en la justicia social, más justa y cohesionada, en la que todas las personas tengan acceso equitativo a los servicios que garanticen su calidad de vida, y la igualdad de oportunidades.
Se trata ni más ni menos de llevar a la práctica algo que esta pandemia ha dejado en evidencia, que cuidarnos significa también cuidar a la sociedad, que los actos individuales repercuten en el conjunto de la sociedad, sobre todo en los eslabones más débiles. El bienestar individual pasa por crear un bienestar y una prosperidad sostenible que abarque al conjunto de la sociedad.
Debemos tener claro que la sociedad no puede dejar a nadie atrás. Eso es justicia social, que tiene dos caras. La primera es la institucional, la de las políticas socialdemócratas que transformen la sociedad. La segunda es la responsabilidad personal, la que nos hace pensar si de verdad merece la pena la comodidad de comprar un libro desde el sofá de casa con nuestro smartphone a una multinacional, en lugar de bajar a la librería de la esquina; si, en caso de que económicamente nos lo podamos permitir, nos compensan los tres euros que ahorramos comprando la fruta en una gran superficie en lugar de en la frutería del barrio, y, por supuesto, nuestra contribución en fiscalidad.
Eba Blanco, secretaria general de Eusko Alkartasuna y vicepresidenta segunda del Parlamento Vasco