Joseba Azkarraga Rodero. Consejero de Justicia, Empleo y Seguridad Social

Los planes del Gobierno Aznar para hacer efectivo el cumplimiento íntegro de las penas privativas de libertad, de cara a un determinado tipo de presos, nos muestran una rancia aspiración de escasa convicción democrática y nos retrotraen a un viejo debate. Es lo malo de pasarse el día mirando atrás, demasiado atrás, y hacerlo con melancolía que es, a fin de cuentas, lo que nos proponen los populares. Sus reflexiones están llenas de pasado y alimentadas de demagogia y populismo porque solo ahí, en el argumento fácil que apela al sentimiento, quizás mejor a las tripas más que a la razón, es donde el partido de Aznar encuentra el eco electoral que necesita.

Porque no se puede ignorar que es en un momento de serio descrédito del ejecutivo popular, por su negligente actuación en Galicia y en las vísperas ya de unas elecciones municipales, cuando el Gobierno y el PP desentierran una de sus viejas promesas electorales convenientemente silenciada durante años. El oportunismo resulta tan evidente que hasta hiere el pobre concepto que Aznar demuestra tener de los ciudadanos y ciudadanas que ahora, y por fin, van a contar con un Gobierno capaz de percibir, y por tanto neutralizar, que España es uno de los países en los que más «barato sale ser terrorista».

Expresiones que demandan el revanchismo y la venganza -hay señalados dirigentes del PP que apelan a la necesidad de que los terroristas «se pudran» en la cárcel- afloran estos días en un lenguaje que repugna. Porque cuesta admitir que quienes ejercen máximas responsabilidades de Gobierno ignoren, o pretendan que los demás ignoren, que una de las conquistas claves del moderno Derecho Penal es, precisamente, que se marque como objetivo la reinserción del condenado, su rehabilitación social, su cambio de actitud para posibilitar una nueva vida en libertad. Aznar y su Gobierno son perfectamente sabedores de que las propuestas que manejan, y que los demás conocemos de manera imprecisa a pesar de ser tan grave su alcance, hacen inviable la reinserción. Por mucho que se empeñen en pregonar que la reforma en ciernes no colisiona con la Constitución ni con los principios que la inspiran, lo cierto es que si prosperara nadie de entre quienes hayan cometido graves delitos tendrá posibilidad alguna de ser rehabilitado o de mirar al futuro con un proyecto de vida diferente al que le ofrecen las rejas.

El discurso que defiende el cumplimiento íntegro de las penas es jurídicamente incompatible con la reinserción social y ésta no puede limitarse, a priori, en función de la gravedad del delito. Defender lo contrario es justificar que se enjaule a las personas de por vida. Es negar que toda la sociedad está concernida por el objetivo de apartar a quien ha delinquido de una reincidencia cuando recupere la libertad. Y no es cierto que la reforma pretenda cerrar espacios de impunidad, como se nos anuncia con altavoces y amplificadores. No es verdad que el sistema penal haya dejado espacios de impunidad para quienes cometen horribles delitos. Lo que ha hecho nuestro sistema es evolucionar y humanizarse porque no se trata sólo de castigar sino de recuperar al penado para la convivencia con sus conciudadanos.

No deja de ser penoso que en el comienzo ya del año 2003 volvamos a un debate que se realizó en 1994 y que, de alguna forma, quedó más o menos resuelto cuando el Tribunal Constitucional dirimió que es al límite de 30 años de cumplimiento de pena, y no a la totalidad de la pena impuesta, donde debe remitirse el baremo a la hora de aplicar beneficios a los penados. El Gobierno popular establece la discriminación ante la ley y en su iniciativa de aumentar de 30 a 40 años el cumplimiento efectivo de la pena quiere imponer un formidable retroceso que choca con cualquier visión moderna del Derecho Penal. Entiendo que volver atrás es un fracaso. Más aún, cuando hasta magistrados que se han confesado a favor del cumplimiento íntegro de las penas para los delitos de terrorismo han reconocido la dificultad de conciliar su propia opinión con la previsión constitucional sobre la reinserción social.

Hace apenas unos días confesaba mi esperanza en que sea el Constitucional quien paralice la tropelía si el Gobierno se mantiene en sus trece. Es muy posible que no atienda a razones, porque jamás le han interesado razones que no sean las suyas y que no estén, además, puestas al servicio de su único objetivo electoral. Pero si es así, confío plenamente en que la iniciativa no prospere, porque entiendo que atenta contra principios básicos y porque, también, la considero inútil e ineficaz. No se nos puede vender que endurecer la leyes y eliminar toda sombra de flexibilidad en su aplicación sea útil para disuadir e impedir que personas jóvenes se enrolen en el ejercicio de la violencia y el terror. No es así, como no lo es que la pena de muerte en vigor en muchos países, incluso en aquellos que se presentan a sí mismos como ejemplo de civilización y progreso, sirva para combatir la delincuencia. Los estudiosos y expertos se remiten a la estadística y al análisis sociológico para confirmar que no por endurecer el castigo disminuyen los más terribles delitos. Esto lo sabe perfectamente el Gobierno del señor Aznar, pero necesita hacer demagogia, necesita vender objetivos con tinte populista para esconder su mediocridad.

Este Gobierno de Aznar es capaz de recurrir a un ejemplo para estandarizar un comportamiento. El militante de ETA, Jesús María Etxebarria, detenido el pasado 17 de diciembre tras un tiroteo con la Guardia Civil en el que fue asesinado el agente Antonio Molina, había permanecido trece años de su vida en prisión y, tras abandonar la cárcel, se volvió a incorporar a la organización. Es un caso, un ejemplo que posiblemente no tenga muchos más que sumar, porque la experiencia ha demostrado hasta ahora que quienes cumplen condena por su pertenencia a la organización terrorista tratan de rehacer su vida al recuperar la libertad. Asegurar, como lo hace ahora el ministro de Justicia, José María Michavila, que es imposible acabar con ETA con «leyes ingenuas» es sugerir que la democracia no ha tenido un comportamiento maduro a la hora de enfrentarse a quienes pretenden imponer desde el terror su proyecto totalitario. Y yo discrepo porque, primero, no sé si el señor Michavila asimila ingenuo a blando o necio y, segundo, porque en todo caso considero que una de las grandezas de la democracia es la de haber reforzado el papel de una justicia pacificadora, que tiene poco que ver con la vengativa que se nos propone.

He entendido siempre escandaloso que la defensa de los derechos que amparan a los penados y presos se interprete, por algunos, con una visión tan reduccionista y simple como la de asimilar esa impecable posición democrática a la defensa de ETA y de la violencia. Es, por ejemplo, lo que sucedió cuando el Parlamento Vasco dio luz verde a diversos pronunciamientos en torno al acercamiento de los presos vascos a Euskadi, demanda aún pendiente y que, en cumplimiento de previsiones legales, es necesario satisfacer. Críticas, reproches y censuras llovieron por doquier contra los representantes del nacionalismo vasco que, en base a consideraciones jurídicas y humanitarias, respaldaron y reclamaron el acercamiento. Sin embargo, nadie quiso atacar al Parlamento Europeo cuando, en su informe de 1996 sobre los Derechos Humanos en la UE, reconoció que «consideraciones humanitarias así como el objetivo de la rehabilitación social, abogan porque los presos cumplen sus penas en la región donde ellos tienen su familia y sus vínculos sociales». Tampoco hubo desgarros cuando el Congreso de los Diputados respaldó un pronunciamiento a favor de que la población reclusa cumpliera las penas en las cárceles más próximas a su lugar de origen. Y no se ha escuchado ni medio eco crítico al reciente anuncio del Gobierno francés en torno a la posibilidad real de acercar a los reclusos vascos a su entorno.

La experiencia desvela, por tanto, que no hubo cesiones ni identificación con ETA en la reclamación de acercamiento, sino una interpretación del Derecho y de la Ley que atiende a principios y huye del revanchismo. Por eso, es el momento de recordarle al Gobierno del PP que la Justicia no tiene nada que ver con la venganza y el odio. Y es, también, el momento de dejar claro que no vamos a participar de esta estrategia. Quienes creemos en la necesidad de defender todos los derechos para todas las personas no podemos asistir como convidados de piedra a una nueva vuelta de tuerca en la limitación, cuando no conculcación, de derechos y principios democráticos. No nos vamos a quedar impasibles ante la arbitraria y unilateral actuación del Gobierno. Ahora, como siempre hemos hecho, defenderemos la democracia desde la democracia y con la democracia.

Fuente: Joseba Azkarraga