JOSEBA AZKARRAGA Considero un deber de justicia rendir homenaje a las personas fusiladas y desaparecidas de la Guerra Civil. Y hoy, en concreto, a las que fueron fusiladas contra la tapia del cementerio de Hernani.

El presente año se cumple el 70 aniversario del inicio de la Guerra Civil. Después de años de dolor y sufrimiento, seguidos de silencio y de olvido, ha llegado el momento de reparar moralmente el daño sufrido y de devolver la dignidad a tantas familias a las que hay que rescatar del olvido. Una tarea a la que hoy nos sentimos obligados.

Una comunicación de la Comandancia de la Guardia Civil, fechada en Hernani el 17 de junio de 1958, asegura que fueron enterrados en dos fosas comunes del cementerio de la localidad un total de 197 cadáveres. Se citan los nombres de siete sacerdotes ejecutados: Martín Lecuona, Gervasio Albisu, José Ariztimuño, José Adarraga, Celestino Onaindía, José María Elizalde y Gabino Alustiza. Asimismo se añade: «Se hallan enterrados juntamente con los reseñados anteriormente unos 190 individuos más aproximadamente, cuyos nombres se desconocen totalmente, los cuales también fueron ejecutados por las Fuerzas Nacionales».

Según nos describe D. Alberto Onaindía en su libro Hombre de Paz en la Guerra, al narrar estos execrables sucesos, no se guardaron las más elementales formalidades jurídicas. Sin formar la causa, sin instruir expediente alguno, sin seguir un proceso, sin declaraciones de los supuestos reos, sin posibilidades de defensa, sin respetar las mínimas garantías que incluso en tiempos de guerra se observan en todo País civilizado, se les fusiló sin piedad.

Por si no fuera suficiente semejante tropelía contra los Derechos Humanos, se pretendió que su muerte no constara en ningún registro. Al salir de la cárcel de Ondarreta les hicieron firmar su libertad. Así quedaba registrada oficialmente su liberación, y no se podría alegar una prueba documental del fallecimiento.

Los asesinos no se contentaban con matar la vida. Querían más. Pretendían matar a ser posible la muerte misma. Los familiares no podrían iniciar el oportuno expediente para cobrar el seguro de vida. El mismo Boletín Eclesiástico de la Diócesis no dedicaría a los fusilados la menor mención en el obituario mensual de sacerdotes y religiosos fallecidos.

Se quiso cubrir con una pesada losa de silencio, nocturnidad y fraude de firmas, el crimen que un día sería la más grave acusación de asesinato contra unos criminales que tuvieron la osadía de presentarse, ante la opinión del mundo entero, como los cruzados de una causa santa, oficialmente respaldados por bendiciones episcopales. Pero la verdad y la justicia se abren camino poco a poco, y los hipócritas quedan expuestos a la maldición inexorable de toda conciencia honrada.

Por ello, quiero alzar mi voz y denunciar públicamente la conculcación de todas las garantías jurídicas y la gravísima vulneración de los Derechos Humanos que tuvieron lugar junto al cementerio de Hernani, cuando se perpetraron los atroces crímenes que hoy recordamos y que se cometieron contra personas inocentes, honradas, y pacíficas, que nunca habían levantado su mano contra nadie y que eran un ejemplo de lo mejor y más noble del Pueblo Vasco.

Pero trasciendo lo sucedido en Hernani para aludir a una cuestión más general referida a todo el Estado español y a todas las Instituciones públicas.

El 1 de abril de 1939 se declaró el fin de la guerra. Sesenta y siete años después, y en el año en que se cumple el setenta aniversario del comienzo de la Guerra Civil española, las víctimas de los crímenes contra el Derecho Internacional y de crímenes contra la Humanidad cometidos durante esa contienda, y durante la represión posterior del régimen franquista, siguen a la espera de una respuesta que reconozca sus derechos a conocer la verdad, a obtener justicia y a ser reparados por los daños sufridos.

El 18 de julio de 2005 Amnistía Internacional hizo público el informe España: Poner fin al silencio y a la injusticia. La deuda pendiente con las víctimas de la Guerra Civil y del régimen franquista. Se defiende en él que los crímenes contra la humanidad no pueden ser borrados por actos de perdón u olvido; que los derechos de las víctimas de abusos graves contra los derechos humanos deben reconocerse. Y que es necesario poner fin a la doble injusticia que se produce cuando un Estado que viola derechos humanos priva a determinadas víctimas o a sus familiares del derecho a conocer la verdad y a obtener justicia y una reparación, siquiera sea moral, del daño sufrido.

La Guerra Civil, a pesar de su dramatismo, es parte de nuestro patrimonio histórico colectivo. Debemos abordar la memoria de la Guerra Civil en Euskadi y recordar a todas aquellas personas que lucharon y sufrieron en defensa de la libertad y de la democracia, sin ningún tipo de complejos. No sólo con apoyos económicos, morales o de otro tipo, sino también con un mensaje directo: «Las víctimas de la Guerra Civil, olvidadas, desterradas, enterradas en el anonimato de fosas comunes, son nuestras víctimas, las de todo nuestro Pueblo».

Reabrir formalmente este reconocimiento es una deuda que tenemos con los familiares de aquellas personas que perdieron la vida, lo perdieron todo y quedaron, además, en el ostracismo de los perdedores. Se trata de ofrecer un trato de igualdad y una justicia histórica a los que, en silencio, han sufrido larga e intensamente una cruel e irremediable ausencia.

Debemos reconocer, con pesar, que durante la Transición política que siguió a la finalización de la Dictadura y el posterior establecimiento de un régimen democrático, no se llevaron a cabo medidas de carácter político, económico o cultural que supusieran un reconocimiento de la dramática realidad de los perdedores de la Guerra Civil, recuperando su memoria y evitando su olvido y manipulación interesada.

No hubo un verdadero reconocimiento político y social de la causa por la que lucharon que permitiera una reparación del dolor y de las penalidades injustamente sufridas, con el fin de conseguir una dignificación ética, política y social de la situación personal de los represaliados y de sus familiares.

La llamada transición ejemplar se realizó sobre el ocultamiento de la represión ejercida por la dictadura franquista. La Memoria de las víctimas del franquismo constituía un factor incómodo y se les volvió a condenar al silencio y al olvido. De esta manera, la sociedad pensó que se enterraban las heridas de la Guerra Civil.

En realidad, ocultar la verdad sólo ha producido una sociedad a la que se le ha amputado parte de su Historia. La obligación de saldar esta deuda pendiente de la transición democrática con las víctimas del franquismo, y las ideas por las que lucharon y fueron perseguidos, es un deber moral que los poderes públicos y toda la sociedad debemos asumir para recuperar del olvido injusto al que se han visto relegadas durante muchos años. E, igualmente, difundir su conocimiento y vigencia en la sociedad actual, para poder conectar con lo mejor y más noble de nuestro pasado y afrontar con dignidad una página terrible de nuestra Historia, como base para una verdadera reconciliación.

Homenajes y Actos de recuperación de la Memoria Histórica constituyen un hito importante para lograr una efectiva reconciliación de todos los vascos con su pasado, de cara a un futuro de civilizada y pacífica convivencia en nuestro Pueblo.

El reconocimiento institucional pretende también afirmar la superioridad, desde un punto de vista ético y político, de los valores, principios y objetivos que inspiraban la causa republicana en el ámbito vasco. La lucha por la libertad, el respeto a los Derechos Humanos, la justicia social, y la pacífica convivencia entre ciudadanos que encarnó el Gobierno Vasco del Lendakari Aguirre constituye un patrimonio político y moral de todos los vascos, del cual las Instituciones vascas se consideran deudoras y, por consiguiente, obligadas a preservarlo con lealtad y fidelidad.

Fue tal nuestro deseo de conciliar a las nuevas generaciones para construir un País en paz y en libertad que, con el fin de no abrir heridas, corrimos un tupido velo sobre los años de plomo y de hambre que siguieron a nuestra guerra. Confundimos perdón con olvido. Fue bueno perdonar, pero fue un error pretender olvidar, porque la memoria del pasado debe iluminar el futuro.

Porque según reza un epitafio de una fosa en Teruel: «Si nos olvidáis será cuando verdaderamente moriremos». Y lo que tal vez es peor, si olvidamos las ideas por las que lucharon y fueron perseguidos, las ideas de libertad, de democracia, de justicia social y de progreso, estaremos borrando sus nombres de la Historia.

Por ello, he querido comprometerme públicamente a que no se olvide jamás en nuestro Pueblo Vasco a todas y cada una de las víctimas inocentes, con sus nombres y apellidos, que padecieron la barbarie criminal del totalitarismo franquista. Ni mucho menos a que caiga en el olvido la causa por la que sufrieron y murieron, la causa de la libertad, de la democracia, de la justicia y de la humanidad. Es lo menos que podemos hacer.

Para finalizar, recordaré un suceso ciertamente dramático y especialmente emocionante y conmovedor que tuvo como protagonista a un humilde joven de Hernani. De esta manera quisiera rendir homenaje no sólo a los relevantes sacerdotes que he mencionado al comienzo o a personalidades de nuestro Pueblo tan ilustres como Raimundo de Gamboa, sino también a los cientos de personas apenas conocidas que deben permanecer en nuestro recuerdo para siempre.

Un recuerdo especial, por tanto, para Angel Tormes, joven nacionalista de Hernani, que mientras duró, al principio de la guerra, el bandolerismo rojo, como se decía entonces, se distinguió por su celo en defender a las derechas amenazadas y a las religiosas de Hernani. Se quedó en el pueblo a la llegada de las tropas franquistas, a instancias de aquellas mismas derechas y de las monjas, que le aseguraban que ellos respondían de él y que nada debía temer del ejército salvador. En efecto, los del ejército de Franco le detuvieron y le condenaron a muerte con otros tres jóvenes, dos de los cuales estaban identificados como rojos.

Detenidos en el mismo local, el sacerdote Joaquín Bermejo fue llamado para que los confesara. Cuando accedió ante el grupo, Tormes le dijo: «Mire, tiene que confesar también a esos dos rojos, pues esta noche los he convertido yo». En efecto, así había sido. Todos se confesaron. Cuando Tormes fue conducido al lugar de la ejecución, observó que un requeté amigo suyo era el encargado de dar el tiro de gracia, se quitó una medalla que le colgaba del cuello y se la dio al requeté diciendo que se acordara de él durante su vida. Después hizo una confesión de fe católica, gritó un Gora Euzkadi askatuta y cayó muerto por la descarga.

Así murieron muchos de nuestros jóvenes, lo más granado de la Juventud Vasca. Y no serán olvidados.
Fuente: Joseba Azkarraga