JOSEBA AZKARRAGA/CONSEJERO DE JUSTICIA, EMPLEO Y SEGURIDAD SOCIAL
Recuerdo haber leído, en cierta ocasión, el lamento de un juez que se dolía de que mientras una determinada cantidad de dinero puede dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas, la Justicia necesitaría veinticuatro años para ir tras ella. Y sólo si no pasaba por un paraíso fiscal, se podía mantener la esperanza de determinar sus movimientos y localizarla. Era una forma de resumir su frustración ante las dificultades de toda índole que deben sortear los magistrados para investigar, por ejemplo, tramas de corrupción.

Debo reconocer que la confesión no era de un juez español. Y viene esto a cuento porque lo primero que asombra de la desconcertante situación en la que nos encontramos es que cuando los intereses políticos pretenden interferir en la Justicia para ponerla a su servicio, los procesos se someten a una celeridad -o a un retraso, según convenga al Ejecutivo (caso Brouard)- tan desconocida que mueve a la perplejidad. Se puede hablar sin ambages de dos velocidades: la que, para desolación de los justiciables, flexibiliza o incumple plazos procesales y la que opera cuando es el Gobierno de Aznar el que marca plazos políticos.

Si hacemos un somero repaso sobre lo ocurrido hasta el momento, tendríamos que remontarnos, en primer lugar, al acuerdo sobre la Ley de Partidos, por la que dos formaciones políticas (PP y PSOE) decidieron ilegalizar a otra formación política (Batasuna). Es en el mes de agosto de 2002 cuando, al hilo de los salvajes e injustos asesinatos de ETA, en Santa Pola, de la niña Silvia Martínez y del jubilado Cecilio Gallego, cuyo primer aniversario vamos a recordar estos días, la nauseabunda e irracional actuación de la organización terrorista en su indiscriminado ataque a la ciudadanía -tristemente, de nuevo noticia por las últimas atrocidades de Alicante y Benidorm- se convierte en justificación para iniciar un camino de indeseables consecuencias. La maquinaria se pone entonces en marcha para que, en un tiempo record, una organización política quedase fuera de la ley y un sector social, imposibilitado, por tanto, de concurrir a las urnas.

Los plazos políticos se cumplieron y divulgada la sentencia de ilegalización de Batasuna, varios miembros significados del Gobierno Aznar reclamaron que se persiguiera, igualmente, al grupo parlamentario ahora denominado en el legislativo vasco Araba, Bizkaia eta Gipuzkoako Sozialista Abertzaleak, aunque la sentencia ni siquiera lo citara.

Aun así, le faltó tiempo al abogado del Estado para solicitar formalmente la disolución de los grupos que los partidos ilegalizados tuvieran en el Parlamento. Al tiempo, la Fiscalía General del Estado cambió sin rubor su criterio para sostener lo contrario que mantenía en noviembre. Esto es, si en un documento oficial remitido a la Audiencia Nacional había defendido que partido y grupo parlamentario son dos realidades jurídicas diferentes, en abril su opinión ya había variado a tenor de la demanda planteada por ministros y portavoces del PP.

A partir de ese momento, la Mesa del Parlamento adoptó varias decisiones y, entre ellas, la primera y fundamental de defender la autonomía de la Cámara, ateniéndose a lo que su reglamento establece. Convendría recordar ahora que el ministerio Fiscal tiene como misión impulsar la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y el interés público, así como velar por la independencia de los tribunales y por la satisfacción del interés social. Desconozco cual en concreto de estos dignos fines -¿o quizás todos a la vez?- movieron al Fiscal General del Estado a promover una querella por desobediencia contra tres miembros de la Mesa del Parlamento, Juan María Atutxa (PNV), Gorka Knörr (EA) y Kontxi Bilbao (IU-EB), pero no parece descabellado concluir que el objeto de esa iniciativa no fuera otro que dar satisfacción a un interés del Gobierno Aznar que, a través de portavoces y representantes nunca desautorizados, ha reconocido su deseo de ver procesados a los máximos responsables de las instituciones vascas.

Por eso, las luces rojas se encendieron en la Fiscalía y en La Moncloa al conocer la existencia de un empate sobre la admisión a trámite de la querella en la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. La estrategia del PP para deslegitimar no sólo al nacionalismo vasco sino a las instituciones vascas podía sufrir un inesperado revés con el rechazo a la querella. Por eso, la Fiscalía buscó un resquicio para cuestionar la solución que la propia Sala había arbitrado a fin de resolver su empate mediante lo que se llama Sala de Discordia. Y, por eso, el PP puso en marcha el ventilador que sus estrategas manejan con el burdo y evidente fin de desacreditar a unos jueces que actúan con probada imparcialidad y profesionalidad. Creo necesario, en este punto, reiterar mi apoyo explícito y rotundo a la judicatura vasca, ante el asedio al que está siendo sometida, para extender injustamente sobre ella la sombra de la sospecha.

El relato de hechos no puede prescindir del Consejo General del Poder Judicial que, sin plantearse su dudosa competencia en el caso ni cuestionar los contrarios efectos que para crédito de la imparcialidad supone que su presidente sea el mismo que preside la Sala del Supremo que ilegalizó a Batasuna, se dio prisa en poner bajo sospecha a la Sala de Discordia y suspenderla de forma cautelar, para terminar haciendo pública su decisión antes incluso de reunirse, algo que al común de los mortales se nos antoja metafísicamente imposible. Llama de forma triste y poderosa la atención que el CGPJ haya permitido el zarandeo público de los componentes de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior y, en especial, de su presidente. Personajes de la talla de Enrique Villar y Jaime Mayor Oreja han atribuido impunemente a Manuel María Zorrilla actuaciones que cuestionan su honor y su independencia. Y el CGPJ se calla ante esas insultantes vejaciones porque no le conviene ni le interesa oírlas. Hace como que no las escucha. Mira para otro lado. Sólo silencio ideológico. Sin embargo, en el caso de la Sala de la Discordia designada por el TSJPV, revoca la decisión jurisdiccional de Zorrilla y nombra un tribunal ad hoc, tal y como denuncia, no ya este consejero, sino el señor López Tena, uno de los vocales pertenecientes al propio CGPJ.

Todo ello ha ocurrido y sigue ocurriendo mientras los dirigentes del PP se empeñan en señalar a los nacionalistas vascos como responsables del descrédito de la Justicia. Y entonces sólo cabe preguntarse de qué Justicia hablan. ¿De la que se afanan en diseñar a su imagen y semejanza? ¿De la que quieren controlar en beneficio de sus exclusivos intereses? ¿De la que manipulan para lograr sus particulares objetivos a través de peones situados en puestos claves?

Está claro que el PP no habla de una Justicia independiente, porque ni siquiera sabe lo que es. En estos momentos, la entrada en vigor del nuevo Estatuto de la Fiscalía remueve las estructuras del ministerio Público sin tocar a su máximo responsable, Jesús Cardenal. La operación ha llevado al cesante fiscal jefe Anticorrupción, Carlos Jiménez Villarejo, a denunciar que el relevo de fiscales jefes que se produce está motivado por razones «sólo ideológicas». El poder ejecutivo no sólo dirige a la fiscalía sino que se adentra ya hacia el control ideológico de otros órganos esenciales en la Administración de Justicia. Y ya no son injerencias puntuales, igualmente inadmisibles, claro, sino que obedecen a una estrategia de politización de la Justicia, mucho más grave si cabe.

Como responsable del Departamento de Justicia no estoy dispuesto a aceptar las acusaciones que falazmente se hacen al nacionalismo vasco, atribuyéndole la responsabilidad de haber trasladado al terreno judicial su disputa con el Estado. Y no lo acepto porque no es verdad. Ha sido el Gobierno de Aznar quien decidió poner a los máximos representantes del Poder Judicial al servicio de su política, desviando a la Justicia de la eminente función que le corresponde y que, para suerte de todos, ejercen con absoluta dignidad y entrega, la mayoría de quienes integran la judicatura.

Ellos y, por ende, el conjunto de la ciudadanía, son los principales damnificados de esta estrategia de liquidación de la división de poderes, esencia del sistema democrático. Por eso, desde mi responsabilidad institucional y en coherencia con el dictado de mi conciencia, seguiré denunciando, alto y claro, el intento intolerable del Gobierno del PP por someter a la Justicia, y también los modos que emplea para hacerlo. Aunque algunos se rasguen las vestiduras ante esas denuncias, mientras toleran, cuando no impulsan, los usos y abusos que las originan. Porque lo grave, lo realmente escandaloso, no es constatar y denunciar que -como señaló recientemente el propio Fiscal Jefe de Madrid en referencia al caso de corrupción en la Asamblea de esa Comunidad- huele a podrido, sino el hecho de que exista la putrefacción política que provoca ese olor.

Fuente: Joseba Azkarraga