El titánico trabajo que ha desarrollado el movimiento feminista en las últimas décadas está dando sus frutos. Poco a poco, mucho más despacio de lo que desearíamos pero los resultados se van notando. El 8 de marzo del pasado año es prueba de ello: hicimos historia, y este año a salir a la calle de manera masiva.

Para nosotras, que militamos en política, el feminismo es práctica política. Para nosotras, que somos socialdemócratas, el feminismo es la garantía de que la justicia social llegará a todas las personas, porque, como dijo Angela Davis, “el feminismo es la idea radical de que las mujeres somos personas”, y como tal, dueñas de todos los derechos individuales y colectivos.
El 8 de marzo vamos a volver a hacer huelga y participar en cada concentración y manifestación de nuestros pueblos y ciudades porque es innegable que el feminismo presente en la calle constituye el verdadero motor del cambio, pero para que estos se conviertan en transformaciones que afecten a personas concretas deben llegar a las instituciones.

La discriminación que sufrimos las mujeres no forma parte del orden natural de las cosas ni viene dada por designio divino. Es consecuencia de decisiones tomadas durante siglos y, más recientemente, por instituciones, generalmente dirigidas por hombres. De igual forma, las instituciones deben tomar decisiones sobre políticas de igualdad que supongan un cambio cualitativo para las mujeres y deben ser también dique de contención frente a movimientos involucionistas.

Dos movimientos íntimamente unidos, como son el republicanismo y el feminismo están cambiando la política en el Estado. No se han conseguido los objetivos, está claro, pero algo ha cambiado. Las acusaciones que reciben ambos movimientos son la mejor prueba de que la lucha por la igualdad tiene capacidad para remover conciencias y derribar muros: “Cuidado, que estáis haciendo crecer el fascismo”, nos dicen. “Cuidado, que si seguís reivindicando más derechos, os podéis quedar sin nada”, nos quieren decir. ¿Todo o nada? Nosotras lo queremos todo, para nosotras y para nuestros pueblos.

No somos la razón del auge de la ultraderecha, somos el muro que le impedirá pasar, impidiendo toda discriminación. Al fin y al cabo si no exclusiones por género, no vamos a permitir ninguna otra, ni por raza ni por ninguna otra razón.

En un año electoral como pocos, el compromiso de quienes entendemos el feminismo como un movimiento político debe ir ligado a nuestros compromisos electorales. Hay muchas cuestiones ligadas al machismo que se pueden atajar desde las instituciones –locales, forales, estatales y europeas. Desde establecer paradas intermedias en los autobuses urbanos a establecer medidas concretas para acabar con la brecha salarial, por supuesto todas las políticas de lucha contra la violencia machista ,… Todo, casi todo, pasa por la política. Y quedan muchas peleas por librar, ¡y por ganar!

Y no solo en cuanto a programas electorales se refiere, que también, sino a los protagonismos, portavocías y liderazgos. Que tener una mujer candidata no sea un movimiento de marketing, como parece en algunos ámbitos. Que los equipos de trabajo integren a las mujeres, les den voz, que se hagan a su medida en cuanto a horarios, formas de trabajo, posibilidades de aportar,… Y que no permitamos una sola salida de tono, ningún deje de paternalismo, de intentar que la imagen tape a la persona.

El feminismo pretende poner en el centro a las personas, a todas independientemente de todas sus características y condicionantes, y eso trasladado a la política es justicia social, socialdemocracia, nunca capitalismo. El capitalismo fomenta la diferencia, la división social, porque para que unos tengan mucho otras tienen que tener poco, y ahí es donde el machismo hace su trabajo, porque establece la brecha salarial, la obligatoriedad de que las mujeres asuman los cuidados, la feminización de ciertos sectores, un consumismo que nos convierte en objetos, etc.
El 8 de marzo el feminismo llenará las calles. Que el 28 de abril y el 26 de mayo llene las urnas.