Joseba Azkarraga
El primer paso del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para la reforma de la Constitución se dio el pasado 4 de junio. En esa fecha, el Consejo de Ministros aprobó un anteproyecto de ley orgánica para la reforma del Consejo de Estado, de modo que este órgano consultivo tendrá capacidad para informar sobre modificaciones constitucionales. Se trata, al fin y al cabo, de dar cobertura formal y reglada a las intenciones con las que el nuevo presidente pidió la confianza del Congreso de los Diputados en la sesión de investidura. La decisión del Ejecutivo se produjo apenas 24 horas después de que el ministro de Administraciones Públicas, Jordi Sevilla, compareciera en el Senado con una diligencia propia del ´nuevo talante´, pero con un contenido tan claramente limitador que nos remitió al pasado. Me pareció que el ministro se preocupaba más de acotar el terreno, de marcar la altura del listón, que de comprometerse en una reflexión abierta, sin barreras, sin tabúes y sin prejuicios, de modo que el futuro se escriba desde una satisfacción compartida y en la que sea posible la convivencia de las distintas naciones.

Entiendo que el ministro se esforzara en manifestar una buena disposición, pero dejó claros varios avisos y entre ellos el que negó la posibilidad de que las reformas de los estatutos obliguen a modificar la Constitución. Ya sabemos que el Gobierno sólo quiere tocar cuatro aspectos concretos del texto aprobado en 1978 -transformación del Senado en cámara de representación autonómica, igualdad de sexos en la sucesión de la Corona, nueva denominación de las comunidades autónomas y alusión a la Constitución europea-, pero el Ejecutivo se ha dado buena prisa en advertir de que cualquier otro paso quedará vetado.

Podemos hacer como ha hecho Pasqual Maragall, esto es, relativizar los mensajes, o empezar a preocuparnos. El president de la Generalitat ha quitado hierro a las manifestaciones realizadas por el ministro en el Senado por entender que fueron «parte del escenario y del decorado» en el que se realizaron. Maragall ha dado por seguro que el Ejecutivo central no limitará las aspiraciones de autogobierno de Catalunya. Yo, sin embargo, no estoy tan seguro y me temo que el PSOE sea incapaz de afrontar con responsabilidad el respeto a las aspiraciones de Euskadi. De momento, el mal ejemplo ya lo ha dado el PSE con su negativa a presentar enmiendas parciales a la propuesta de nuevo Estatuto Político. Los socialistas vascos se han cerrado en banda durante meses a cualquier debate de contenidos y todavía hoy rechazan siquiera considerar que el respaldo al plan de miles de ciudadanos, los que han seguido depositando la confianza en las fuerzas que lo apoyamos, exigiría un mínimo de respeto. La actitud del PSE es un mal anticipo de lo que puede ser la del PSOE y más aún cuando este partido sigue mirando de reojo a ese PP que vocifera contra la previsible fractura del Estado por parte de los socialistas.

Son esas voces de la España rancia -se han escuchado en campaña y con potente megafonía por todas las calles de Euskadi- las que más inquietan al Gobierno de Rodríguez Zapatero, que por eso busca una buena cobertura para empezar el debate de la reforma constitucional. Y no me parece mal que lo haga siempre y cuando el Ejecutivo esté también dispuesto a analizar si se deben abordar más reformas de la Constitución que las ya acotadas o hasta dónde deberán llegar las reformas estatutarias. De momento, diversos institutos dedicados al estudio de la opinión ciudadana constatan un masivo apoyo al hecho de que se haya abierto la vía para la reforma de la Carta Magna. Yo considero un avance esa opinión favorable a la revisión y a un cambio constitucional sin límites apriorísticos ni viejos complejos. El modelo de Estado tiene que ser revisado. ¿Por qué razón se está dispuesto a discutir sobre la abolición de la Ley sálica y no sobre la asimetría de un Estado plurinacional? ¿El resultado del primer debate será más beneficioso para los ciudadanos que el del segundo?

No hay que tener miedo a las reformas. Las democracias consolidadas han afrontado cambios constitucionales cuando las circunstancias lo han aconsejado o sus ciudadanos así lo han demandado. Y es que las normas están al servicio de los ciudadanos, de sus derechos, de su libertad y de su bienestar. Nunca al revés. Y eso vale para el caso de que los ciudadanos vascos decidan libremente apoyar el plan del Gobierno vasco, opten por no ir más allá del Estatuto de Gernika o, por supuesto, reclamen mayores cotas de soberanía.

Alguien tan poco sospechoso de independentista vasco como Miguel Herrero de Miñón ha escrito que es útil para España una Constitución que reconozca una estructura plurinacional y pueda «ajustarse a ella mediante la correspondiente interpretación, mutación e, incluso, reforma, como la piel al cuerpo». Por ello, creo que no está de más demandar nuevamente coraje político y valentía histórica al Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero a la hora de abordar unas reformas que van a determinar la convivencia en un Estado plurinacional. El mismo Ejecutivo que presume de haber adoptado una decisión comprometida, como es la retirada de las tropas de Irak, y de haberlo hecho escuchando a la ciudadanía, tiene la oportunidad de demostrar que no ignorará la opinión de esos ciudadanos y ciudadanas por ser vascos o catalanes.

Estamos al principio del camino, porque el debate sobre las reformas constitucionales no se materializará hasta el final de la legislatura. El Gobierno ya anuncia, por tanto, que hay cuatro años por delante. Es un tiempo suficiente para la reflexión y el diálogo. Pero no empecemos poniendo vallas. Que no se empeñe el Ejecutivo en batallas de imagen ni en dirigir desde lo alto de la peana una reforma que debe ajustarse como la piel al cuerpo. Y me refiero fundamentalmente al cuerpo social. Porque nada ajeno a la voluntad de los ciudadanos y de los pueblos tiene garantía de futuro.

Fuente: Joseba Azkarraga