Artículo de opinión de Unai Ziarreta Acaba de cumplirse el vigesimoquinto aniversario del 23-F, aquel golpe de Estado que se quedó en el intento pero que, sin duda alguna, tuvo una influencia política que, en tanto en cuanto condicionó la transición de la dictadura a la democracia, sufrimos todavía en nuestros días. Sin tomar en consideración aquellos acontecimientos, aquellas imágenes de Tejero y su tricornio -la prensa internacional le llegó a confundir con un torero- en el Congreso, aquellos tanques desfilando amenazadores en las calles de Valencia, sería de todo punto imposible analizar con un mínimo rigor el periodo transcurrido desde la muerte de Franco hasta ahora.

Los analistas de hoy aseguran que en la actualidad sería impensable una intentona como aquélla, que la democracia española, con todas sus imperfecciones, que no son pocas, está plenamente consolidada y que el Ejército tiene perfectamente asumido el deber de obediencia a las instituciones democráticas. Las recientes palabras del teniente general Mena y las amenazas, nada veladas por cierto, vertidas por el mismísimo Tejero en un diario de Melilla obligan, no obstante, a leer y escuchar a todos esos analistas con cierta dosis de desconfianza. La verdad es que los vascos poco o nada podemos confiar en unas Fuerzas Armadas que no han tenido empacho en ir ascendiendo e incluso condecorando a gran parte de los golpistas condenados por su participación en el 23-F. Ése es el Ejército al que el artículo 8 de la Constitución española encomienda la salvaguarda de la unidad del Estado.

En términos puramente históricos, 25 años no son nada. Es ayer. Así que todavía hoy sigue sobre la mesa la discusión sobre el derecho de autodeterminación del pueblo vasco, un debate que, como otros, quedó pendiente en aquella transición aún inacabada y a cuyo cierre estamos empeñados en contribuir desde Eusko Alkartasuna. Hablar del 23-F es hablar de un periodo histórico tutelado por un Ejército anclado en la dictadura y dirigido por los mismos que durante 40 años habían acompañado a Franco. La muerte del dictador no trajo la depuración de los cuadros de mando, de manera que los cuarteles permanecían estancos, impermeables a los nuevos aires de una democracia que a duras penas luchaba con la derecha más extrema por hacerse paso.

Y es que el 23-F no fue un hecho aislado. No debemos olvidar la Operación Galaxia, otra intentona golpista, gestada, desarrollada y sofocada entre 1978 y 1979. Es decir, el Estatuto de Gernika tuvo que ser negociado y aprobado en un contexto de permanente amenaza de involución, un contexto en el que las fuerzas abertzales no tuvieron más remedio que aceptar la menos mala de las opciones y renunciar a exigir que el Estado reconociera el derecho de autodeterminación del pueblo vasco, reivindicado también entonces por el PSOE. A la sombra de los militares y ante el temor de volver a tiempos que empezaban a quedar atrás, la aprobación del Estatuto significó un paso adelante, por mucho que algunos todavía hoy insistan en que aceptar aquello supuso una dejación intolerable de los derechos de nuestro país. Hoy es ridículo negar la aportación del Estatuto a la sociedad vasca, pero no lo es menos tratar de ocultar y evitar el debate que entonces quedó pendiente, el de nuestro derecho como vascos a decidir nuestro futuro.

En aquella tesitura las renuncias de los abertzales no aplacaron a los sectores más ultras del Ejército, convencidos de que su España una, grande y libre estaba a punto de romperse en mil pedazos. En este sentido, el fracaso del 23-F es relativo, ya que sólo dos años más tarde, con el mismo espíritu, entró en juego la Loapa, declarada luego inconstitucional y que venía a poner coto al proceso descentralizador iniciado con la aprobación de los estatutos de autonomía. No es arriesgado decir que el intento de golpe de Estado fue uno de los elementos que empujaron a la redacción de aquella ley, que no fue más que un intento de corregir aquel novedoso régimen autonómico que algunos ya empezaban a ver como un exceso de generosidad con los llamados ´nacionalismos periféricos´.

Es curioso. Han pasado 25 años y los que en 1981 temían por la ruptura de España, ellos y sus herederos políticos, han recuperado en gran medida el mismo discurso de entonces. Detrás de sus eslóganes ´por la unidad de España y la igualdad de todos los españoles, sin privilegios ni diferencias´, esconden las mismas tesis de quienes alentaron a Tejero en aquel momento: la creencia de que a la muerte de Franco el Estado abrió demasiado la mano y cedió excesivos poderes, principalmente a Euskadi y Cataluña. Son los mismos que entonces quienes hoy abogan por la uniformidad, nos niegan a los vascos nuestros derechos nacionales e incluso ven el Concierto Económico no como un derecho sino como un privilegio a combatir. Los discursos de entonces y de ahora tienen paralelismos en ocasiones hasta preocupantes.

Visto con la perspectiva que da el cuarto de siglo transcurrido, el 23-F fracasó como golpe de Estado pero tuvo éxito como freno de un incipiente proceso que no culminó como debía haberlo hecho, con el reconocimiento de las legítimas aspiraciones nacionales del pueblo vasco. Ahora, con 25 años de retraso, tenemos la oportunidad, la responsabilidad y la obligación de cerrar definitivamente la transición y de abordar a tal fin el verdadero debate pendiente, el de nuestro derecho a decidir como lo que somos, vascos. De ello depende que Euskal Herria alcance el escenario de normalización que todos deseamos.

Fuente: Unai Ziarreta