Joseba Azkarraga. Consejero de Justicia del Gobierno vasco

Hace poco menos de un año, voces autorizadas del mundo de la judicatura española hablaban sin tapujos de lo que los nacionalistas -los nacionalistas vascos, quiero decir- veníamos denunciado y también padeciendo durante mucho, demasiado tiempo: el autoritarismo de un Gobierno, el de Aznar, el más feroz de su historia democrática.

Aquel Gobierno no dudó en jugar a su antojo con la Justicia y ponerla al dictado de su interés partidista, sepultando literalmente principios básicos como la libertad de expresión, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la separación de poderes, la presunción de inocencia o la legitimidad de las ideas.

Aquel Gobierno, afortunadamente, es ya pasado, oscuro, sí, pero pasado. Pero, ¿qué es de su herencia? Desgraciadamente, han transcurrido ya más de seis meses desde que el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero comenzó su andadura y el legado, el triste y antidemocrático legado de Aznar, sigue vivo. Porque, en lo que afecta a Euskal Herria, al menos, el nuevo Gobierno del PSOE no ha hecho nada para regenerar el páramo democrático en que nos sumió su antecesor en La Moncloa. Su única aportación a este país hasta hoy es intentar cerrar la puerta a La Naval -un intento que esperemos que la presión de la sociedad vasca, de sus sindicatos y de sus instituciones, con el Gobierno vasco a la cabeza, consiga finalmente hacer fracasar-, abrírsela a Galindo y dar con la puerta en las narices a quienes lucharon por la libertad frente a una sublevación militar, al pretender equipararlos con los fascistas de la División Azul en nombre de una mal entendida concordia.

Sin embargo, nada ha hecho para reparar la brutal regresión democrática que hemos padecido. Nada para restituir derechos, garantizar libertades y reconstruir un sistema más eficaz y justo. No ha hecho nada para humanizar la Justicia. No ha movido ni una coma de las leyes que estrangulan derechos y libertades de la ciudadanía. No sólo no ha dado paso alguno para desarrollar una política penitenciaria humana y basada en la reinserción del preso, sino que se jacta públicamente de su voluntad de perpetuar la actual, alentada por el espíritu del castigo y la venganza, siempre, claro está, que el condenado no sea ´uno de los suyos´. Y, como el perro del hortelano, niega tercamente la posibilidad de que otros, aquéllos a quienes por ley corresponde la gestión del régimen penitenciario, hagamos uso de esa competencia y ensayemos un modelo basado en la consideración del recluso como un individuo privado de libertad, pero no de derechos.

Aquel cambio de gobierno que fue como una bocanada de aire, tras varios años en que Aznar y los suyos nos habían mantenido con la cabeza bajo el agua en términos de libertades individuales y colectivas, empieza, en fin, a revelarse como una cáscara vacía. Un guante de seda para un puño, sin duda menos fiero que el de Aznar, pero cuando menos igual de cerrado en lo que a derechos y libertades individuales y colectivas del pueblo vasco concierne.

Sin embargo, lo quiera ver o no, el presidente Rodríguez Zapatero tiene ante sí una serie de retos a los que, tarde o temprano, habrá de enfrentarse, porque así lo demanda la Euskadi del tercer milenio.

El primero, el de la pacificación y normalización política de este país. Un reto en el que la responsabilidad principal está, sin duda, en ETA y en que ésta abandone definitivamente la senda de la violencia y respete de una vez por todas la voluntad de la ciudadanía vasca. Pero en el que el Gobierno español tiene mucho que decir, si se decide al menos a actuar de una vez por todas con coraje político, valentía histórica y audacia democrática, sin repetir los errores de sus antecesores. Porque la acción policial y la judicial son desde luego necesarias, pero hace falta además la acción política para resolver el conflicto de fondo. Es curioso que el propio Gobierno español respalde las críticas de la ONU a países que no atienden al sustrato político de los conflictos que padecen -sin que ello reste un ápice de culpabilidad a quienes en nombre de esos conflictos cometen crímenes despreciables- mientras no es capaz de ver la viga en el ojo propio.

Junto a ello, y estrechamente conectado, la sociedad vasca reclama que se atienda desde Madrid la razón última de su voluntad soberana. La propuesta del Gobierno vasco del que formo parte es un paso de gigante en el camino del reconocimiento y el ejercicio del derecho de autodeterminación que asiste al pueblo vasco. Y ejercerlo para decidir lo que queremos los vascos y vascas de 2005, que estoy convencido de que no es lo mismo que lo que se pudo decidir, bajo el ruido de los sables, hace más de dos décadas.

Y, por último, pero no por ello menos importante, entender de una vez por todas que esa libertad que Euskal Herria reclama para decidir su presente y su futuro redundará a su vez en la mejora de las cotas de bienestar social del conjunto de la ciudadanía.

Es decir, que cuando, como hacen desde el Gobierno catalán y las formaciones que lo integran, desde el Gobierno vasco y formaciones políticas como Eusko Alkartasuna hablamos de reconocimiento de una nación y de construcción nacional, nos referimos al reconocimiento y la construcción de una nación que quiere crecer políticamente para poder satisfacer mejor así las necesidades cotidianas de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas que lo componen.

Esos son los retos a los que deberá enfrentarse. Al menos, si de una vez por todas se decide a abandonar su papel de testaferro del demoledor legado de Aznar. Y un dirigente que se reclama progresista debería estar cuando menos incómodo ejerciendo de mero y sumiso gestor de una herencia tan reaccionaria y antidemocrática. De otra forma, este frustrante pretérito presente nos abocará nueva e irremediablemente hacia un futuro mucho más imperfecto de lo que esta sociedad se merece y puede soportar. Y eso es algo que algunos no estamos dispuestos a admitir.

Fuente: Joseba Azkarraga