Juan José Pujana Arza. Ex-presidente del Parlamento Vasco

Hace ya demasiado tiempo que venimos asistiendo atónitos a una degradación peligrosa, paulatina y, sobre todo, irresponsable en la forma y en el fondo de la actividad política en el Estado español en todo lo que se refiere al País Vasco. Cualquier observador imparcial, propio o extraño, se ha podido dar cuenta de que la ponderación, la racionalidad o una mínima objetividad son conceptos y actitudes ajenas, al parecer, en el acontecer de la política. Las medias verdades torticeras, cuando no las mentiras flagrantes, la manipulación unilateral e interesada de los medios de comunicación social con la pretensión manifiesta de confundir y tratar de equiparar a todo el nacionalismo vasco con el terrorismo, son mecanismos que se están usando sin rubor alguno y sin la menor vergüenza política por quienes, además, se autocalifican de ´nosotros los demócratas´. Por otra parte, es despreciable el uso y manipulación que se está haciendo del dolor de las víctimas. Por decir algo, eso es obsceno.

Damos por supuesto que nos hallamos en un contexto democrático y de libertades al estilo occidental, para ser más precisos. En este contexto, no puedo entender el intento manifiesto que se está produciendo, desde la legislatura anterior, de deteriorar y deslegitimar las instituciones representativas, en este caso el Parlamento vasco, el Gobierno vasco y el lehendakari. ¿Señores del Partido Popular y del Partido Socialista, se han parado a pensar en qué puede suceder si por falta de un mínimo respeto y consideración debidos se degradan las citadas instituciones representativas y democráticas? ¿Detrás de qué o de quién se va a amparar esta parte de Euskal Herria?

El pasado 27 de septiembre, en el debate de Política General celebrado en el Parlamento vasco, el lehendakari Ibarretxe, de conformidad con el programa electoral y el mandato del propio Parlamento, entre otras muchas cosas, presentó un Plan para la Normalización Política y la Convivencia de nuestra comunidad. Presentó un plan, se esté de acuerdo con él o no, serio, riguroso, moderno, escrupuloso con el ordenamiento jurídico español y europeo y, además, abierto a la participación del mundo político y social del país. Por otra parte, este plan no contiene ni un solo punto del que no haya sido titular Euskal Herria. No se solicita, por tanto, nada que no le hubiere pertenecido.

En el desarrollo del plan nadie está excluido y todo lo que se haga se hará democráticamente. El proyecto en modo alguno rompe legalidad alguna en el ordenamiento jurídico en vigor. Tampoco contiene ninguna declaración unilateral de independencia, como alguien ha sugerido artera y aviesamente. En el propio proyecto se especifican las bases jurídicas en las que se sustenta. No es preciso modificar nada: la Constitución ampara y respeta los derechos históricos, deroga expresamente las Leyes Abolitorias y sus efectos, establece la posibilidad de transferir, incluso, competencias exclusivas de la Administración central. El Estatuto, por su parte, es expresión de la nacionalidad de Euskal Herria, los pactos internacionales de derechos civiles y políticos, así como el de los derechos económicos, sociales y culturales, suscritos por el Reino de España en 1966 y ratificados en 1977, dan perfecta cobertura jurídica a cuanto se contiene en el proyecto. Esto lo sabe todo el mundo, incluidos Aznar, Rodríguez Zapatero, el fiscal general del Estado y el presidente del Tribunal Constitucional. Seamos serios aunque sólo sea por una vez.

¿Qué respuesta se ha obtenido por parte de lo que se puede denominar hipernacionalismo español? Ni un solo argumento, ni político ni jurídico. Sólo descalificaciones e insultos, desprecio y amenazas de toda índole. ¿Qué otra cosa significan las expresiones que recojo textualmente de los medios de comunicación social vertidas por Aznar y Rodríguez Zapatero que reproduzco a continuación? «Desvaríos de unos fanáticos», «imposición de un régimen de ilegalidad», «atribuirse ningún derecho para elegir qué leyes se cumplen y cuáles no», «proyecto étnico», «imposición de un régimen excluyente», «locura que ha salido de su ambigüedad», «ensoñaciones que sólo sirven para distraer y dar argumentos a los terroristas», «los nacionalistas siempre tienen algo más importante que hacer que luchar contra el terrorismo», «vamos a aplicar la ley sin aspavientos, con decisión y sin complejos», «que pierdan toda esperanza los que pretenden poner en peligro nuestro proyecto». Todas estas perlas son de José María Aznar, quien, por cierto, en el caso de Palestina, como todo el mundo sabe, era partidario de la política de «paz por territorios» y en el de Colombia estaba dispuesto a dialogar y mediar no sólo con la guerrilla, sino también con el narcotráfico.

Son también del agrado de Rodríguez Zapatero, quien, por cierto, ha ofrecido a Aznar, se lo pida éste o no, su celo hipernacionalista. Al parecer, conoce lo que es «bueno y coherente para el pueblo vasco» y posee la fórmula para ser «un buen vasco». Rodríguez Zapatero exige «al Gobierno que ejerza su responsabilidad y aplique la ley para frenar el desafío»; «insta a Ibarretxe a rectificar de inmediato» y califica al proyecto de «inaceptable, incoherente y negativo para los intereses de los vascos», es un «camino radicalmente imposible».

¿Es aceptable que los máximos supuestos responsables de la política española no ofrezcan otros registros dialécticos que los mencionados? ¿Cabe vaciedad y frivolidad mayor? Me he preguntado muchas veces qué es lo que ocurre en España cuando simplemente se menciona el problema vasco. Parece como si la racionalidad sufriera un cortocircuito y todo se trastocara. Lo lógico se vuelve ilógico, lo legal ilegal, lo claro oscuro… ¿Hasta cuándo tanta sinrazón? Quede claro, fuera de demagogias y de una vez por todas, que la sociedad vasca en su conjunto es la primera interesada en la paz y en la libertad para todos, y que ETA es un producto genuino de la dictadura de Franco.

Se quiera reconocer o no, el llamado contencioso vasco es de naturaleza política, y viene subsistiendo desde la famosa Ley de 25 de octubre de 1839 por la que, por primera vez, por un hecho de fuerza, los cuatro territorios vascos peninsulares son introducidos contra su voluntad en la Constitución española. Quien no reconozca este hecho elemental, fuere quien fuere, se descalifica y se deslegitima obviamente para solucionar el problema. Un conflicto que dura más de 160 años debe hacer pensar a cualquiera, mucho más a un responsable político.

Repetidamente se alega y se pide respeto y lealtad a la Constitución y al Estatuto, pero, ¿quién es el que los está vulnerando constantemente? ¿Acaso se olvidan del golpe militar del 23-F, cuyo espíritu triunfó e informó el de la Loapa y que sigue vivo hasta el día de hoy? ¿Qué se ha hecho del Estatuto en las Cortes Generales y consecuentemente en el Tribunal Constitucional? ¿No se han producido, acaso, modificaciones bastardas de la Constitución y del Estatuto al margen de los procedimientos establecidos para ello? ¿Acaso el Estado está facultado para romper unilateralmente el tan cacareado ´pacto estatutario´ y la contraparte no lo está para denunciar lógicamente el incumplimiento y, en consecuencia, quedar libre de todo compromiso? ¿Es acaso de recibo la ley del embudo o la comunión con ruedas de molino?

Ha llegado la hora, creo, de afrontar los problemas desde sus causas, de imponer rigor en los planteamientos, de dar cauces al diálogo, de ampliar y profundizar la democracia, de no confundir las cosas ni los proyectos políticos. El pueblo vasco jamás ha aceptado ni aceptará un hecho de fuerza, provenga del Estado o provenga de ETA, y de ello buena prueba ha dado en los últimos 163 años. Es preciso hacer un llamamiento a la serenidad, al desarme verbal, al respeto institucional. Euskal Herria es una nación, así lo reconoce la Constitución y el Estatuto y, como tal, es titular de unos derechos inviolables, inalienables e imprescriptibles que dimanan de su propia naturaleza, de su propio ser, no de Constitución alguna, y que quiere vivir en paz y armonía con su entorno, pero que jamás aceptará ser apéndice sometido a nadie, mucho menos si lo es a la fuerza, sin su consentimiento. Quien no conozca esto, dirá lo que quiera, pero no conoce en absoluto a nuestro pueblo. La democracia es preciso hacerla y mejorarla día a día con hechos, no sólo con palabras y el recurso a la ´caja de los truenos´ nada tiene que ver ni con la razón, ni con la democracia, sólo con la fuerza bruta con todas sus consecuencias.

Fuente: Juan José Pujana