Joseba Azkarraga. Consejero de Justicia, Empleo y Seguridad Social En los esperanzadores tiempos de lo que ha dado en llamarse transición, pocos pensaban que el tránsito de la dictadura a la democracia iba a tener billete de vuelta. Ni los más pesimistas se habrían atrevido a predecir que la denominada ´joven democracia española´ acabaría cayendo tan bajo e iba a terminar padeciendo una regresión tan descomunal del sistema de libertades como la que hoy vivimos y cuyo último capítulo lo escribió en la madrugada del viernes el Tribunal Constitucional con su respaldo a la prohibición de las candidaturas de AuB.

Una decadencia democrática, de recorte de libertades, que ha traído a golpe de paradoja Aznar, empeñado en convertir lo legal en ilegal, y de elevar al rango de legitimidad lo que no es sino una expresión ilegítima de la razón de Estado que atropella derechos humanos individuales y colectivos.

Una degradación que nos ha conducido hasta este despotismo nada ilustrado del ´todo vale´, que viene a ser, en esencia, un reflejo de los orígenes del partido en el Gobierno, responsable de la putrefacción del propio sistema constitucional español. Una Constitución que, pese a ser rechazada por el pueblo vasco y a tener un evidente déficit democrático, ya que no reconoce el derecho de los vascos y vascas a decidir su futuro, había servido, por lo menos, para dar un marchamo de legalidad y de apertura al juego político. Pues bien, ahora todo eso se ha ido al traste.

La Constitución, sobre todo para aquella derecha española que no la votó, nueva paradoja, pero también para esa izquierda que dejó muchas reivindicaciones para posibilitar la Reforma, se ha convertido en un arma arrojadiza donde no es verdad que quepan todas las ideas.

Y es, desde luego, una cruel paradoja, que quien acusa, con razón y con la contundencia que se merece, a una organización como ETA de violar los derechos humanos y romper las reglas de juego, pretenda, amparándose en la lucha antiterrorista, destrozar no sólo las reglas, sino el tablero de juego y arrasar todas las libertades ciudadanas, negando incluso la legitimidad a quien defiende con la palabra y desde la persuasión una ideología o un proyecto de país distinto al que pretende imponernos el PP. Entre otras cosas, porque el respeto a la pluralidad ideológica es la base de toda democracia. Y tan legítimo es ser nacionalista vasco como ser nacionalista español; ser socialdemócrata como pertenecer a la más rancia derecha.

Un sistema democrático debe ser, ante todo, garante de derechos y libertades. Pero Aznar ha optado por otro camino. Porque el presidente del Gobierno español, que ha ganado dos veces las elecciones en el Estado, la última con mayoría absoluta, tendría que saber que, si es verdad incuestionable que las urnas y los votos dan legalidad y legitimidad democrática, no es menos cierto que el poder se convierte en opresión cuando se usa para atropellar los derechos civiles y políticos de una parte de los ciudadanos. Y ejemplos en la Historia, hay muchos. Algunos se ampararon en el peligro del comunismo y otros, en cambio, recurren a la unidad de la patria o a la lucha contra el terrorismo.

¿Qué clase de democracia es aquella en la que dos partidos se reúnen para pactar cómo destruyen una ideología política y cómo ilegalizan a otro partido político para sacar réditos electorales? ¿Cómo calificar a un sistema donde el poder judicial, cuya misión y obligación es respetar y hacer respetar las leyes y ser el máximo garante del principio de defensa y de la presunción de inocencia, se pliega a las órdenes del Ejecutivo, enterrando, de esta forma, la división de poderes; donde los ministros de Interior y de Justicia se erigen en portavoces de la Judicatura? ¿Qué denominación cabe aplicar a un país donde se cierran periódicos con una paupérrima, cuando no nula, base probatoria, mientras que otros medios de comunicación, algunos de ellos públicos, campan a sus anchas haciendo del insulto y del recurso a la ignominia su pauta de comportamiento?

Donde el Gobierno de Aznar anula todos los derechos de las personas privadas de libertad, entre ellos el de cumplir la pena en cárceles radicadas cerca de su entorno familiar o el de poder estudiar en euskera. Un país en el que se impide a un sector importante de ciudadanos poder elegir y ser elegidos en aplicación apresurada y no garantista de una ley política promulgada para crispar más a una sociedad ya suficientemente convulsionada.

Francamente, no parece que el término «democrático» sea el más certero y adecuado para definir esta ´República aznariana´, si se me permite parafrasear al gobernador Bush, esa familia tan admirada por el presidente español y con la que cambia cromos manchados con sangre de las víctimas inocentes de sus ardores guerreros y sus ínfulas imperiales.

No obstante, Aznar ha de saber que su estrategia, su afán por dinamitar la convivencia en Euskadi, terminará, una vez más, estrellándose contra la respuesta madura y serena de esta sociedad.

Fuente: Joseba Azkarraga