Joseba Azkarraga, Consejero de Justicia, Empleo y Seguridad Social
Es muy probable que sean los estudiosos de la Historia y del Derecho quienes dentro de unos años se encarguen de analizar el retroceso democrático que nos toca vivir ahora con la ilegalización de un partido como Batasuna. Sin la perspectiva que da el paso del tiempo, pero con la responsabilidad exigible a los poderes públicos, el Gobierno Vasco ha manifestado ya su opinión sobre un hecho tan excepcional y que afecta de manera tan relevante a nuestra realidad social. Y, además, el Gobierno ha manifestado su opinión sin seguir las pautas de pensamiento que públicamente le exigió Aznar cuando, en un uno de sus habituales tics autoritarios, emplazó al ejecutivo vasco no ya sólo a obedecer sino poco menos que aplaudir, sin dilaciones ni objeciones, la sentencia del Tribunal Supremo.

Y una cuestión es que el Gobierno del que formo parte acate las resoluciones judiciales y otra muy diferente que reniegue de opinar sobre las mismas. No lo hemos hecho hasta ahora ni lo aceptaremos en el futuro, por mucho que Aznar se empeñe en denigrar, insultar y amenazar a quienes discrepan de su simple, estrecho y limitado pensamiento. Consideramos que los ciudadanos vascos tenían derecho a conocer la opinión de su Gobierno sobre una sentencia que incide de manera directa sobre libertades y derechos básicos, que actúa sobre el mapa político vasco y que, a buen seguro, no pasará a los anales por su pulcritud técnica. Además, se debe tener en cuenta que la decisión del Supremo es la lógica consecuencia de una Ley que este Gobierno recurrió por considerarla anticonstitucional y limitadora de derechos y libertades fundamentales.

Me refiero a la Ley de Partidos, tan entusiásticamente defendida por el Tribunal Constitucional. Este le dio su placet, pero necesitó, no obstante, añadir todo un catálogo de cautelas sobre cómo interpretar el polémico artículo 9, el que establece las causas de ilegalización de una formación política y que se ha convertido en el eje de la sentencia del Supremo. Diría que hay, por tanto, una indudable conexión entre lo que el Constitucional decidió, con inusitada rapidez, y lo que el Supremo ha determinado, con una no menos reseñable celeridad. Cinco días de deliberaciones resultaron suficientes a los dieciséis miembros del Tribunal para acordar los términos de un veredicto excepcional, en el que llama la atención su carácter evidente y manifiestamente retroactivo. Habría que insistir en que la Ley de Partidos no puede aplicarse a hechos producidos con anterioridad a su aprobación el pasado agosto y, sin embargo, se ilegaliza a Herri Batasuna y Euskal Herritarrok que dejaron de existir antes de que la ley fuese aprobada.

La sentencia recoge una serie de consideraciones históricas que no se pueden compartir porque, entre otras cuestiones, están ausentes de todo rigor. Por otro lado, buena parte de los hechos que se tienen en cuenta para proceder a la ilegalización de Batasuna, veinte en total, son tan irrelevantes que el propio texto reconoce que podrían ser considerados como «inocuos» en una situación diferente. La gravedad, según el Supremo, estriba en que se cometieron en ejecución de un «designio previo de complemento político del terrorismo». Lo que se pondría de manifiesto «de modo más patente» cuando los asesinatos se contextualizan en «un supuesto conflicto preexistente» y no se condenan.

El fallo estima que la no condena de los atentados de ETA significa dar cobertura al terrorismo. Para el Tribunal Supremo no vale considerar que quien calla ni otorga ni niega. Esta tesis nos conduce a la idea de la «democracia militante» donde se exige la condena de la violencia para no ser ilegalizado, lo que además de ser discutible provoca problemas interpretativos importantes. Así, podría uno preguntarse entre otras cuestiones si ¿se puede ilegalizar a un partido por no condenar el franquismo, o los fusilamientos del 36, o la guerra de Irak?. Es tan débil el argumento -éste y otros- que se busca apoyo para reforzarlo en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, llegando a mantener algo tan incierto como que este Tribunal exige expresamente una condena a la violencia.

El Supremo ha concluido que con la ilegalización de Batasuna se obtiene una inmediata «protección a la democracia y a los derechos fundamentales de los demás». Pero también cabe deducir lo contrario, que la democracia se resiente porque una de sus grandezas consiste precisamente en tolerar incluso a quienes la ponen en cuestión. El sistema se ha jactado muchas veces de que quienes critican la legalidad se han aprovechado de ella. Ahora, la democracia parece haber renunciado a lo que era un logro de todos sin que quienes hasta el pasado día 17 de marzo tenían intolerablemente mermada su libertad y vulnerados sus derechos por la amenaza terrorista se encuentren hoy en mejor situación.

Nada ha dicho explícitamente la sentencia sobre los grupos parlamentarios y municipales a pesar de que el PP, o al menos determinados dirigentes del PP, se empeñen en sostener lo contrario. La utilización de la mentira no abochorna a los populares. Es más, la han convertido en base de su propaganda, pero no pueden esconder que el fallo del Supremo elude entrar en la cuestión. Y lo elude porque no se puede ignorar la diferente naturaleza jurídica del partido y del grupo parlamentario o el carácter de mandato representativo, es decir, la independencia del electo respecto al partido. Tampoco el fallo determina ilegalizar a priori a otros partidos, agrupaciones, asociaciones o coaliciones que pudieran constituirse aunque, eso sí, se remite a la Ley de Partidos que prevé expresamente vetar la continuidad o sucesión del ilegalizado.

Quiero llamar la atención sobre este extremo por dos cuestiones. La primera es que podríamos estar ante el riesgo de eliminar el sufragio pasivo de cualquier persona que haya tenido alguna vez relación con Batasuna u organización similar. Y, la segunda, es que la negación del pluralismo político podría convertirse en un hecho si se impide que una determinada ideología con un nada desdeñable peso social tenga representación política.

Hemos llegado hasta aquí, hasta el borde un precipicio por el que arrojar principios democráticos consolidados, en una sucesión de errores promocionados por el PP, con el servil consentimiento de un PSOE que, ahora, ¡paradojas de la vida!, se ve acusado nada menos que de poner en riesgo la «seguridad nacional».

El partido que preside Aznar se marcó una política de mano firme contra ETA, y por extensión contra los vascos, con un claro fin electoral. El Gobierno, el poder ejecutivo, impuso su Ley de Partidos, norma elaborada con el único y exclusivo fin de ilegalizar a Batasuna para impedir que concurriera en las urnas el próximo 25 de mayo. También el poder ejecutivo ha impulsado las actuaciones del Constitucional y del Supremo poniendo en solfa la imprescindible separación de poderes. Ahora, ministros y miembros del PP presionan sin recato alguno a los Tribunales para que ordenen la «desaparición civil» de un determinado sector social.

El gran atajo del PP, iniciado supuestamente para acabar con el terrorismo, lleva camino de concluir en el castigo a una determinada ideología. Negar la persecución de ideas no vale si los hechos se encargan de demostrar lo contrario y, en estos momentos, todo conduce a sospechar que se pretende prohibir por ley una determinada forma de pensar. La libertad ideológica y el pluralismo político están hoy en juego.

Fuente: Joseba Azkarraga