Unai Ziarreta Acaban de cumplirse 70 años del golpe de Estado que dio paso a la Guerra Civil y a casi 40 años de dictadura y represión franquistas. Esa dictadura y esa represión que el PP aún hoy es incapaz de condenar y rechazar, signo inequívoco de que para el sector político representado por Aznar, Rajoy y San Gil algunos lazos son realmente difíciles de romper, por mucho tiempo que haya pasado ya desde la muerte del dictador. Eso sí, en la cama y sin rendir cuentas, una circunstancia que no debemos olvidar y que ayuda a entender cómo hemos llegado a la situación actual, cómo se pasó de un régimen dictatorial a un sistema democrático nacido bajo la tutela del Ejército, de los mismos que, tras sostener a Franco en el poder durante 40 años, se encargaron de poner límites a la Transición, especialmente en Euskal Herria.

Hay que hablar del tiempo que siguió a la muerte del dictador, porque los mismos que todavía hoy no condenan el franquismo son quienes un día sí y otro también nos machacan con que la paz ni puede ni debe tener precio político. También los socialistas dicen y reiteran que el diálogo con ETA nunca tendrá contraprestaciones políticas.

Y es verdad. Unos y otros tienen razón. Lo político nos corresponde a los partidos y el proceso de negociación con ETA en ningún caso debe entrar en ese ámbito.

Ahora bien, dicho esto, no conviene despistar al ciudadano, como temo que pretenden populares y socialistas al insistir una y otra vez en su posición contraria al pago de cualquier precio político por el fin de la violencia de ETA. Temo que sólo pretendan ponerse la venda antes de tener la herida, que busquen trasladar a la ciudadanía la falsa idea de que nuestro actual marco estatutario y constitucional nació puro e inmaculado y que cualquier modificación del mismo, aun siguiendo procedimientos exclusivamente democráticos, significaría algo así como una cesión inaceptable no se sabe muy bien a quién.

La realidad es muy distinta. Los mismos que hoy reniegan del pago de cualquier precio político dan por bueno el precio también político que los vascos pagamos, y aún seguimos haciéndolo, hace 30 años. A cambio de avanzar hacia un sistema formalmente democrático a los vascos no nos quedó otra opción que renunciar, temporalmente, a ejercer en plenitud los derechos que nos correspondían como pueblo.

Ni el Ejército, dominado por mandos franquistas, ni los demás poderes fácticos del Estado español hubieran aceptado un escenario que reconociera la existencia y los derechos de Euskal Herria, como hubiera sido el deseo de las fuerzas nacionalistas vascas.

Insistir por aquella vía habría significado la involución, la vuelta a la dictadura, un riesgo demasiado grande como para actuar desde posiciones maximalistas, por mucho que la izquierda abertzale siga todavía empeñada en que aquello fue un error. Seguir pensando hoy que las estructuras del Estado, repletas de fascistas, hubiesen accedido sin más ni más a respetar la voluntad mayoritaria de nuestro pueblo es de una ingenuidad política que no nos podemos permitir. Ni ahora ni, mucho menos, hace 30 años. Ahí está la historia: la prohibición del Aberri Eguna, la intentona golpista del 23-F, la Operación Galaxia, los atentados de ultraderechistas y paramilitares… Todos ellos intentos de poner coto al proceso abierto a la muerte de Franco y de regresar a un régimen dictatorial.

En aquel contexto la cosa era no molestar demasiado a los militares, así que los partidos de obediencia española se sirvieron de aquella amenaza y riesgo de involución para imponer un marco constitucional sin la necesaria legitimidad en Hegoalde, como lo demuestra el hecho de que sólo uno de cada tres vascos de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa votó a favor en el referéndum de la Constitución.

Probablemente fue la alternativa menos mala de las posibles porque, a pesar de todos los pesares, durante estos 30 años nos ha permitido avanzar en el autogobierno, pero no la mejor. A la vía buena, a la que hubiera reconocido nuestros derechos, tuvimos que renunciar los abertzales, forzados por el ruido de sables. Ese fue el precio político que debimos pagar y que aún hoy seguimos pagando al vivir sometidos a un marco legal que cercena nuestro desarrollo como pueblo. De no haber pagado el precio, es probable que la Transición hubiera sido muy distinta o que no hubiera sido.

Por la paz un Ave María. Con la excusa de atender a grandes conceptos como reconciliación y convivencia tuvimos que pagar además con la impunidad de quienes durante 40 años de dictadura nos habían reprimido, encarcelado, torturado y asesinado; de quienes se habían enriquecido a costa de nuestro sufrimiento, siempre a la sombra de su caudillo. Miles de asesinados, de presos y de exiliados sin que nadie haya rendido cuentas.

De instrumentos del Franquismo a demócratas de toda la vida . A más de uno y de dos todavía los aguantamos en el Senado y ocupando cargos públicos de responsabilidad.

Borrón y cuenta nueva, decían y dicen todavía. Más correcto sería hablar de impunidad para los criminales y de olvido para las víctimas. Para ellas no ha habido ni petición de perdón ni tampoco justicia.

El precio ha sido demasiado alto y, aunque tarde, es la hora de la reparación y de la memoria. Es imposible olvidar un pasado lleno de sangre y dolor como pretenden quienes ahora se escudan en el riesgo de que se abran viejas heridas para justificar su negativa a condenar la dictadura, sólo en cierta medida, las barbaridades cometidas durante aquellos 40 larguísimos años. Nadie ha dicho nunca que sea fácil aceptar las propias culpas y pedir perdón.

Y todavía hay quien se permite el lujo de pontificar sobre el precio político. ¡Como si no lo hubiera habido hasta ahora! El precio político ya lo ha pagado este pueblo, y de sobra, durante 30 años. Ahora es el momento de poner las bases para un futuro sin hipotecas del pasado, sin facturas de ningún tipo y sin límites para las aspiraciones de nadie. Para que la convivencia y un futuro normalizado no conlleven pagos y sean fruto de un acuerdo sin imposiciones en una mesa política. En Eusko Alkartasuna en eso estamos.
Fuente: Unai Ziarreta